Welden, chaqueta azul de la diáspora chilena
El poeta Oliver Welden es uno de los símbolos de la diáspora chilena, en mi modesta opinión. Partió para no regresar, ni aspirar a nada dentro de las letras nacionales. Pienso que se había instalado en Chile no sólo con su poesía, sino con su labor cultural a través de la revista Tebaida, que fundó su compañera, la poeta e investigadora Alicia Galaz, en Arica.
Welden se revisitó en cada una de las ciudades / que refundaba en la memoria de sus días, / guardó la voz de su silencio y palabras / hasta el final de sus días y se convirtió / en nuevas alas de la diáspora chilena / donde sólo llegan y sobreviven los valientes.
Oliver, en el país del silencio
Dejó unos libros, su palabra, y no volvió en cuerpo ni en cenizas a la patria que lo vio nacer. Inmerso en su legendario silencio de casi cuatro largas décadas, viajó al país del silencio, como llegó al mundo, sin nada, lejos de toda vanidad, competencia, puja y repuja, por los primeros puestos de la poesía. No puedo dejar de decir, escribir estas palabras, en estas fechas en que celebrábamos a la distancia mi cumpleaños —qué vanidad la mía— con la traducción de unos poemas míos al inglés que él escogía de mi blog, solo al encuentro de la palabra del momento existente allí. Sencillez, humildad, solidaridad, escuchar al otro. La diáspora hace sus milagros, pensaba, me reencontraba con un viejo camarada de la juventud, aislado del mundanal ruido, a su manera, lejos de los fuegos artificiales de la cátedra y los titulares, del Olimpo y de quienes lo desafían, para instalar su propio Olimpo, arriba en la montaña rusa. No posó para la academia, su lengua fue natural, venía del desierto, donde en verdad el silencio tiene la palabra.
A Welden algunos críticos lo vinculan con la poesía de Millán, Manuel Silva. Es muy probable, formó parte de esa época.
Poeta a la intemperie
Compartí todas esas décadas y más, hasta ahora, con Oliver, una poética a la intemperie, y es la bandera que levanto también con sus manos. Gonzalo Rojas, uno de los grandes poetas chilenos, el más libertino quizás, solía calificarse de poeta a la intemperie. Desde el año 46 hasta 2009 obtuvo numerosos reconocimientos, premios nacionales, internacionales (incluido el Cervantes), becas, medallas, candidato al Nobel de poesía e Hijo Ilustre de Valparaíso.
Nuestra intemperie ha sido más modesta, arar en el desierto, sin flash, conciertos, ni performances con megáfonos callejeros, solos con algunas cuantas palabras que la memoria transformará en olvido. A Welden algunos críticos lo vinculan con la poesía de Millán, Manuel Silva. Es muy probable, formó parte de esa época. Su libro, Perro del amor, tiene una atmósfera coloquial, erótica, un mundo muy personal de un joven de su tiempo que, en sus búsquedas de un yo vital, plasma algunas experiencias esenciales, se reencuentra e indaga en su primera palabra.
Los chaquetas azules
Lo conocí en Santiago de Chile, cuando yo sólo escuchaba, me lo recordó en una conversación desde Estados Unidos, treinta años después de su exilio. No sabía nada de él, como sus pares. Su amigo de juventud desde el liceo José Victorino Lastarria, el poeta Gonzalo Millán, tuvo alguna correspondencia cuando reapareció estos años en medio de la diáspora. Yo también estudié varios años en el José Victorino Lastarria, pero me dedicaba al fútbol y a sobrevivir. Ellos eran dos poetas galardonados en la academia del liceo, ubicado en Miguel Claro con Providencia. Llevamos allí vidas paralelas, yo era seleccionado de fútbol del liceo y visitaba con mi amigo Juan Fernández, compañero de curso, los billares Don Willy, sitio al que concurrían Welden y Millán. Cruzábamos esas callejuelas aledañas, angostas, y nos convertíamos en cimarreros, abandonábamos las clases que no nos eran simpáticas. Recuerdo cómo untábamos la punta de los tacos con la tiza azul y el ruido de las bolas que se deslizaban sobre el paño verde. Ahí también jugaba nuestra adolescencia, un tiempo maravilloso lleno de esperanza y futuro, como de incertidumbre, incógnitas, como debe ser. Nunca nos vimos en el gran patio de baldosas del Lastarria donde íbamos a recreo y yo al fútbol con una tapa de cerveza o una pelotita pequeña, en medio del bullicio de los estudiantes. Vestíamos las famosas chaquetas azules y el pantalón gris, nuestro uniforme público, a diferencia de los privados.
Diáspora, diáspora
Seguramente visitaron el teatro Marconi y vieron West Side Story, comieron helados en La Foca y La Escarcha, bañados en chocolate. La poesía nos juntaría y el golpe de Estado nos convertiría en diáspora. A Millán lo vi en Santiago, años después que regresó de Canadá, no se aguantó la tundra. Gonzalo escribió en Canadá uno de los libros más significativos no sólo de la diáspora, sino de la poesía chilena: La ciudad.
Welden permaneció en Estados Unidos, recitando para sí mismo, como una oración infinita, su Oscura palabra en Estados Unidos, por décadas, hasta que, viudo, se trasladó a Suecia y España, con Eugenia, su amor de juventud. La vida es un pañuelo, tiene tantos encuentros como desencuentros.
Oliver desapareció después del 11 de septiembre, recuerdo que alguien comentó que se había ido del país, que era la sombra del que habíamos habitado. Y no supe más nada de su vida y de su mujer, Alicia Galaz, mi profesora de castellano, a quien recuerdo gratamente por su conocimiento y enseñanza de la poesía de Gabriela Mistral y su vida dedicada a la palabra.
Welden, en un gesto de sumar las voces poéticas de Chile a una misma causa, incluye en numerosos textos epígrafes de diversos poetas chilenos.
¿Un vikingo que se reencuentra con su pasado?
Hijo de padre norteamericano, no tenía el aspecto del chileno tradicional, más bien el de un vikingo, un normando, escandinavo a la letra, y curiosamente terminó viviendo entre España y Suecia. Su último libro se intitula Los poemas de Suecia. Se transformó en algo más que un fantasma, una leyenda, porque el silencio es un paréntesis infinito que cada quien puede traducir o completar con su propia mitología. Se convirtió en una incógnita, a mí me recordó el cuentista de La difícil juventud, Claudio Giaconi, quien también se perdió por décadas en Estados Unidos, Nueva York, después de escribir ese magnífico libro que trazó un antes y un después en la narrativa chilena. Curiosamente Welden, antes de partir, editó tempranamente el poemario Perro del amor, que lo puso en el mapa de la poesía chilena, con un texto vital de apenas veintitrés poemas.
La diáspora nos dispersó a todos los que partimos por una u otra razón, hacia donde la geografía de lo posible nos hizo llegar. El tiempo lo dice todo, es el verdadero destino, un azar que nos traduce los días. Oliver viajó como un vikingo dentro de Estados Unidos, entre España y Suecia, sus últimos años, pero no dejó de escribir. Su Oscura palabra resume 36 años de silencio, una palabra diáfana, que sale a la luz de la superficie para asumir la memoria, la historia, la tragedia del 73, lo que deja de ser oscuro y se transforma en testimonio. La inició en Chile, antes de partir, y poco a poco, como un bolo alimenticio, fue madurando hasta que se convirtió en libro, en lo que debía contar, dejarnos como su presencia viva.
Entre la cordillera y el mar
Welden, en un gesto de sumar las voces poéticas de Chile a una misma causa, incluye en numerosos textos epígrafes de diversos poetas chilenos (ahí estoy) que le ayudan a profundizar, orientar, potenciar su correlato poético. Para mí es un acto, una manera de asumir la historia con sus pares, antecesores, compañeros de la diáspora, amigos, chilenos de norte a sur, capitalinos, poetas mayores, camaradas de inolvidables jornadas. Es un gesto, un acto de amor, solidaridad, humildad, un reencuentro con Chile, después de tanto silencio, de una pausa tan larga que parecía no tener fin. Son estos hechos, reflexiones, las que me han llevado a escribir esta nota sobre Oliverio, como le llamaba Millán.
La diáspora chilena tuvo la particularidad de duplicarse en el interior y el exterior. La mayoría de los escritores, artistas, abandonaron o fueron expulsados de Chile. Pero una diáspora importante se quedó en el interior del “horroroso Chile”, como le llamó Enrique Lihn. Permanecieron algunos entre la cordillera y el mar, poetas emblemáticos, Parra, Teillier, Lihn, Miguel Arteche, Rolando Cárdenas (injustamente olvidado), otros más jóvenes como Manuel Silva Acevedo, Enrique Valdés, Zurita, Juan Luis Martínez, José Cuevas, y de seguro olvido algunos otros.
En la diáspora se pierde cualquiera
En la diáspora se pierde cualquiera, / Oliver, / se calla el silencio, / se olvida el olvido de uno mismo / Te apoyas en la cornisa de los días / palomo de plazas y edificios abandonados / Nadie te escribe, ni conoce / Ni el viento te determina / no eres nadie / más que el que pasa.
En Oscura palabra está el Chile de Oliver Welden, muy vivido, los años expulsado de la larga y angosta faja de tierra, su silencio hipnótico, casi en trance, sin descuidar la escritura. Pasaba el tiempo, pero no lo vivido. El silencio es capaz de tantas palabras, un tesoro de la memoria, y es lo que nos entrega en sus dos últimos libros, estos cuadernos de viaje al interior de su vida, paisajes de ciudades, rastros de sí mismo, gestos, amor, pasos que sólo registraba el paisaje. Welden resistía, al parecer, al paso del tiempo, a su condición de exilio y a su propio silencio autoimpuesto, pero la palabra subyacía, estaba oculta, oscura para hacer claridad ante la historia. El poeta no se niega al pasado, vive el presente y se proyecta al futuro.
Los vikingos no tenían fronteras, cruzaban los mares, llegaban a tierras desconocidas, viajaban, viajaban, Oliver dejó su amada Arica (del aimara ari ca, “nueva abertura”), en el extremo norte de Chile, donde comienza el país hacia el sur, para vivir, amar, recorrer, disfrutar, conquistar otras tierras. Se convirtió en uno de los tantos referentes de nuestra diáspora, azar de azares, el poeta fue la memoria, cronista de su tierra y otras tierras. Pero previamente había recorrido con su poesía la geografía de norte a sur, Santiago, Valparaíso, Concepción, Valdivia. Tres revistas literarias se cruzaban en esa geografía, Tebaida en Arica, Trilce en Valdivia y Arúspice en Concepción. Welden compartía en esos viajes con varios de los poetas de su tiempo, Omar Lara, Millán, Waldo Rojas, Jaime Quezada, Floridor Pérez y Gonzalo Rojas, reconocido poeta y académico de la Universidad de Concepción. Oliver, sin embargo, se reconoce en la diáspora y en estas páginas soy su interlocutor:
Pienso en los que no están, los que partieron antes de tiempo, quienes no pudieron ver los nuevos caminos, los desaparecidos, torturados, exterminados.
Ciudades, ciudades
No tuvimos mucho tiempo para hablar personalmente, pero intercambiamos estos paréntesis que nos presenta la vida. Vuelvo a armar este rompecabezas de trazos aislados, distantes, lejanos en el tiempo y las distancias. Un alma noble, que no es poco decir en este y otros tiempos, además del poeta que no dejó de ser. Un día me dijo: estoy guardando en cajas mis libros, desarmo mi biblioteca, y lo imaginé allá en Alabama, al sur en Estados Unidos. Me voy a Europa. Vendrían nuevas ciudades, otros territorios para su diáspora, no parecía tan fácil volver a Chile después de lo andado, y tal vez no sea por no querer, sino que el tiempo arma sus propias historias y rutas, un mapa que sólo él conoce.
El tiempo es quien tiene la última palabra finalmente, las palabras quedan, lo demás se lo lleva el viento.
PD
Incluyo este texto de Welden, “Chaquetas azules”, porque recoge nuestra adolescencia, tiempo, época, nuestras vidas paralelas en un mismo lugar, un punto de partida para futuros encuentros y desencuentros. Oliverio, Gonzalo y Rolando, frutos del exilio y de la diáspora. Pienso en los que no están, los que partieron antes de tiempo, quienes no pudieron ver los nuevos caminos, los desaparecidos, torturados, exterminados, los que vivieron en campos de concentración. Hay abundante literatura y testimonios sobre estos temas. Pero la memoria no perdona, inscribe muchas veces hasta el último detalle y gota de dolor.
“Chaquetas azules”: Las chaquetas azules que se iban por los callejones / a media mañana de un día de clases / son los escolares que van a los billares / y la morena de Hernán / y la Alicia de Oliverio / y la niña de Gonzalo, / los días y las noches que destrozaron amándose / en un departamento de la calle Villavicencio, / los hijos que no pudieron tener, / el trabajo que hicieron en las pesqueras de Iquique, / son las chaquetas azules de los escolares / que se fueron a la miéchica, / como la juventud / y el amor / y las ganas de pelear y construir casas. / Los escolares van a los billares / y juegan sobre el pulcro paño lency verde. / Las chaquetas azules quedaron colgadas / y se fueron pudriendo con el tiempo. Oliver Welden.
Lluvia de verano
¿quién fijará el norte y el sur
en el secreto reverso de una cruz?
Rolando Gabrielli
Así, tal como ahora, la lluvia que entonces caía se repite
nuevamente tan gris y hasta lenta para mojar las calles
y las casas.
Sólo que han pasado tantos años y las cosas que la lluvia
moja
son otras y desconocidas como los letreros y las personas.
El café es distinto y los cigarrillos se fuman en silencio.
Es en una mesa como esta donde el recuerdo se endurece
igual que un trozo de pan y se añeja.
estás todo cubierto por esta lluvia de verano.
A nadie han sentado frente a ti.
De tu taza bebes y sabe amarga la soledad.
Dos monedas dejas sobre el mantel y sales mudo,
el corazón vacío de sangre —así te parece—,
a la lluvia tibia del verano, pegajosa y gris.
(Oliver Welden)
Rolando Gabrielli Periodista y escritor chileno residenciado en Panamá. Poeta, narrador y ensayista. Ha obtenido diversos premios y menciones literarias en Chile, México y Panamá. Ex funcionario internacional, corresponsal extranjero en Colombia y Panamá. Ha dirigido y editado diversas publicaciones y artículos suyos han sido publicados en América Latina y Europa.
Gonzalo Millán y Oliver Welden (Isla Negra, 1965). Fotografía de Alicia Galaz.