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UN PEREGRINO DE LA INTIMIDAD: Presentación de Chacra El Olivo

    Juan Antonio Massone

 

Tal vez el día y su afán comienzan, decididos y confiados, como si el hábito y el deslizarse del pequeño suceso no necesitaran mucho más que de la energía y la voluntad de ir adelante. Confirmarse con serenidad en ellos y afrontar el nuevo tramo con la certeza de que las causas y los efectos sabrán coincidir sin alterar en demasía el derrotero emprendido, es asunto de confianza tan necesaria con qué habitar cada jornada. En efecto, cada quien vive dando por descontado el dominio sobre las circunstancias y, más aún, la prolongación obediente a lo largo de una existencia más o menos lineal. ¿Es así la vida?

Lejos de contentarse en el trasfondo o, si se prefiere, en las plantas subterráneas de quienes moran en el tiempo, la sucesión de los días es dueña de innumerables recodos, en cuyos dominios, alientan matices, ecos, reverberos, siempre dispuestos a un recado personal: estamos aquí, vamos contigo, somos mucho más perdurables que las frágiles veleidades de lo meramente novedoso, aseveran las circunstancias. Empapamos tu respiración, los sentidos todos, las paredes de la memoria y la evanescencia de cuanto crees retener, insisten.

Y todo ello se relaciona con la obra de Edmundo Moure Rojas. No es extraño leer un libro suyo rebosante de queridas memorias y de pulso largo hacia las generaciones que le han precedido. La voz de la casa y Gente de la tierra nos adelantaron esa definición de sí, viajero al origen más remoto y habitante de lo inolvidable. No pocas crónicas que, afortunadamente, prometen reunirse en un próximo volumen, hacen gala de esa causa afectiva, entrañable y acordada de su galleguismo que le define y acuerda encarnación y alma.

La obra en comento sugiere que el verdadero idioma en que decimos el secreto y la prontitud de nuestra clave corresponde a una melodía de cuyas tonalidades crece lo existente y se propaga como una suerte de simiente y de cosecha cíclicas. Soliloquio necesario en que nos sabemos o nos sospechamos tan unitarios de pluralidad, como soledosos en la multitud.

Siempre peregrinos, caminamos en pos de encuentros, porque la inmediatez rampante es indigencia, y, como tal, separa, troncha, asesta una azada de desarraigo. Indagamos en nosotros cada vez que la congoja o el susurro de la voz íntima presiente que algo falta, que alguien adelgazó su presencia y, en su lugar, resta trémula la huella de la fuga, el deslizarse de un murmullo jamás acallado, necesario de restaurar, porque viene en la sangre y en el pulso anímico, desde más allá, desde mucho antes.

Saudade, morriña, nostalgia. Aunque con matices, los tres vocablos obedecen a la clave de experimentarse incompletos, suspirantes de una porción que falta y a la que sólo la evocación o la esperanza sabrían atenuar.

En Chacra El Olivo concentra un tiempo de convivencia tatuado en las palabras. La familia extendida muéstrase en el yantar y en el juego, así como en la fisonomía que transparenta estados de alma, personalidades diversas. Y todo ello, desde un convivio que perduró en el afecto y, más aún, que creciera directamente proporcional al ensanche y ahondamiento de la consciencia en el temblor de la memoria, porque vivir es, como sabemos, llevar a cabo una convivencia de signos y significados, desde el sí propio, en medio del pequeño o vasto universo.

Edmundo Moure hace gala de una prosa tan poética como vivaz. Las descripciones, la crítica y el relato se suceden como un torrente que mana sin regodeo ni desecho. El cimiento afectivo y la acción evocadora orientan los pormenores de este libro a través de los pasadizos en los que se adivina un alcázar, según dijera San Agustín, de la memoria.

Contrario al devenir insignificante, esta obra goza de respaldo emocional en una prolongada herencia de pertenecer a una estirpe agraria, a un sitio lejano y a las palabras que permanecieron latentes hasta reaparecer con entidad acogedora y recia, para ejercer la facultad adánica de nombrar–con flameante emoción en este caso–, la sonrisa y el réquiem, el cundir de lejanías y la vinculación inacabada.

¿Dónde la frontera del recuerdo y de lo inolvidable? Si el primero, el recuerdo, corresponde a un regreso provocado por algún estímulo acuciante; el segundo, lo inolvidable, es el convivio de un acervo del que jamás quedamos desposeídos. Ambos se imbrican como si fueran duplicación de vivir al unísono la vigilia y el duermevela de los pasos recogidos en el centro del afecto, porque no impere el apagamiento de los enlaces señeros en la caducidad inexorable.

Nadie hay que pueda emprender la travesía al país del entonces sin comprometer la clave de sí en ello. No es concebible oficiar de capitán Araya en tal viaje. Y es que uno tiene memoria de las presencias y, entre éstas, la personal es absolutamente necesaria para acometer, una vez y otra, las pesquisas por las regiones de lo que perdonó el olvido. “Recordar es siempre recordarse”, se lee en otro texto.

Pero la memoria—tal sucede en esta obra—es una experiencia de autoconocimiento. Y sitios, rostros y episodios acuden, reaparecen, sintetizan lo disperso y respaldan la pulsación emotiva y cavilosa capaz de ordenar los hechos, los fragmentos, las disonancias de una etapa convivida en un locus amoenus—lugar agraciado—que, ahora, regresa en la nostalgia de ese haber sido durante los días que reunieron a las generaciones de la familia Moure, asaz diferentes de los Buendía de García Márquez.

Quién sabe si la desaparición de Chacra El Olivo obedezca al benigno salvamento de un sitio que mejor conserva la afectividad en el cobijo de la memoria, en ese tornar presente la ausencia, uncida al séquito de nostalgia de lo que aún espera ser vivido. Quién sabe si el mucho caminar sea un tramo necesario para el triunfal regreso en la recuperación de la tristeza y del indeleble pertenecer en la trémula gratitud.

¿Quién se es verdaderamente al habitar el centro de la nostalgia?

Puedo decirlo sin más: un privilegio leer este libro.

 

 

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