PALABRA DE MUJER: WILMS MONTT, BRUNET Y BOMBAL
A veces, la espectacularidad de una biografía amenaza con eclipsar la grandeza de una obra. Vidas trágicas, dolorosas, complejas, más o menos breves, pero intensas y agitadas fuera de la escritura. En cierta medida, es lo que ha pasado con las autoras que traemos hoy, y es por eso que fuimos a buscar esos pasajes que no todos los lectores tienen siempre a la mano, con el fin de enfocarnos en el brillo de cada pluma.
En esta segunda entrega, revisaremos fragmentos del cuento Mahmú, de Teresa Wilms Montt; de la entrevista de Marta Brunet con Claudio Arrau y María Monvel; y del testimonio autobiográfico de María Luisa Bombal.
Teresa Wilms Montt (1893 – 1921)
Oriunda de Viña del Mar y perteneciente a la élite chilena de fines del siglo XIX, Teresa Wilms Montt es mucho más conocida por su vida breve y su historia trágica, que la enlaza con una tradición de poetas suicidas. Son menos los lectores que saben que su obra, compuesta por cuatro libros de poesía y uno de cuentos, fue publicada con un ritmo casi frenético entre Madrid y Buenos Aires en un lapso de tres años y que tanto la crítica como destacados escritores extranjeros supieron reconocer en su joven escritura la semilla de un talento que, en cambio, Chile no tomaría en cuenta hasta un año después de su suicidio a los 28 años en París, cuando Nascimento publica Lo que no se ha dicho (1922). Tendrían que pasar décadas y mucho trabajo de investigación para que la figura de Teresa dejara atrás esa aura de rockstar que se empeña en opacar a la autora de bellos pasajes, de los que queremos destacar acá el relato Mahmú, publicado en 1919, en Cuentos para hombres que todavía son niños.
FRAGMENTO DE MAHMÚ
Mi muñeca, fea, desgarbada y triste, es una figura soñada bajo la influencia del hachís.
Es de esas muñecas, que arrancan de los labios infantiles una risa acariciadora, y el mejor sentimiento de bondad a sus almas puras.
Los niños quieren a sus juguetes feos, los compadecen; presienten ellos que la fealdad es un defecto inexcusable en la vida…
Mi muñeca larga, larga, como el bostezo de un hambriento, se llama Mahmú.
Sus anchos pies están calzados por lindos borceguíes castaños; dos poemas de zapatero viejo, que al coser los botincitos hilvanó en ellos sus últimas ilusiones…
Apoyada en el espejo del tocador me mira la muñeca, con sus ojos de jirafa mansa, fijos y brillantes como si llorasen silenciosamente.
—¿Qué tienes muñequita mía? ¿Por qué se humedecen tus ojicos?
Pobrecita, la traigo a mi cama, apretada entre los brazos, le arrullo, le canto, juego con su cabecita, destrenzando sus sedosos cabellos color de avellana.
Mi Mahmú es la única figura que, como yo, se asemeja a un ser humano; la única que conoce mi soledad.
De tanto mirarla, en mi ansia de ser comprendida, he traspasado un soplo de entendimiento a sus miembros de trapo.
Me habla y dice: —Hace frío, ¿verdad?
—Sí, hace frío —respondo.
—¿Y no hay sol? ¿Dónde estamos, Teresita?
Puedes leer el cuento completo en el siguiente enlace:
Teresa Wilms Montt: Mahmú | Lecturia
Marta Brunet (1897 – 1967)
Así como la nortina ciudad de Vicuña alumbró a una figura de la talla de Gabriela Mistral, Chillán hizo lo propio en agosto de 1897. Hija única del matrimonio integrado por una española y una chilena, Marta Brunet se convirtió en una de las principales narradoras del criollismo. Antes de eso, había viajado a Europa con sus padres y leído con avidez a Proust, a Azorin, a Unamuno… La Primera Guerra Mundial hace que la familia regrese a Chile, pero la niña que cruzó el océano volvió convertida en escritora. Pronto se interesó también en ser parte de redes de creadores y se convirtió en presidenta del Círculo del Arte de su ciudad natal; y en los años 1960 – 1961 fue la primera presidenta de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech). La novela Montaña adentro fue la obra que la sacó del anonimato y la posicionó en la historia de la literatura chilena. Pero hizo también una carrera diplomática, que inicia cuando Pedro Aguirre Cerda decide nombrarla Cónsul Honorario en La Plata. El 27 de octubre de 1967, cuando daba su discurso de agradecimiento por su incorporación a la Academia Nacional de Letras de Uruguay, sufrió un ataque cerebral que puso fin a su vida. Acá queremos traer de regreso a la cronista y entrevistadora, la faceta menos conocida de su prolífica carrera, pero igualmente brillante.
FRAGMENTO DE LA CONVERSACIÓN CON CLAUDIO ARRAU Y MARÍA MONVEL (1928)
—¿A qué edad empezaste a tocar el piano? —pregunta María Monvel al pianista genial.
—A los cuatro años. Mi madre era muy música, yo la oía encantado, atentamente, y un buen día me encontró sentado frente al teclado, repitiendo la pieza que ella acababa de tocar. A los cinco años di mi primer concierto en Chillán, mi ciudad natal, y a los siete me fui con mi madre a Alemania.
—¿Tu primer maestro fue Krause?
—No, antes tuve varios maestros que sólo me hicieron perder dos años, y si bien en esos dos años no aprendí nada, me sirvieron para desarrollarme, para hacer un niño fuerte de la enclenque criatura que yo era.
—Sí —digo yo—, mis recuerdos de esos años en que te marchaste a Alemania te muestran como un chiquillo flacuchento, paliducho, con unos grandes ojos ariscos, muy taciturno y al que era imposible hacerle tocar en cuanto uno le pedía que lo hiciera. Siempre ibas vestido con un traje marinero y una capa azul. Estos recuerdos se refieren a un verano durante el cual tú estabas con tu madre en Talcahuano y yo con la mía en San Vicente. Cuando ibas a la playa hacían que yo te cuidara y era una maravilla para mí, en el papel importantísimo de madrecita del “niño prodigio”.
Claudio da unas grandes carcajadas y termina diciendo:
—Has hecho un retrato exacto de lo que era: flacuchento, paliducho, taciturno y que no quería tocar el piano. Afortunadamente ya no correspondo a ese retrato. Lo único que me queda es la repugnancia a tocar cuando me lo piden. En cambio, si no me lo piden, me pongo al piano y cuesta hacerme callar.
—¿Entonces te será intolerable la obligación de tocar en público?
—No, en absoluto, eso es otra cosa muy distinta.
Puedes leer el texto completo en el siguiente enlace:
https://segreader.emol.cl/2019/04/12/A/OQ3J8VO3/light?gt=173001
María Luisa Bombal (1910 – 1980)
Viñamarina, como Teresa Wilms Montt, esta escritora creció escuchando las versiones de los cuentos clásicos que su madre traducía directamente del alemán. A los cuatro años ya sabía leer. Tras la muerte de su padre, la familia decidió mudarse a París, donde María Luisa recibió una estricta formación católica. En La Sorbona obtuvo un certificado de literatura francesa que le daba derecho a dictar clases. A los 20 años regresó a Chile, donde conoció a Eulogio Sánchez, con quien tuvo una relación intensa y frustrada. Para pasar página decidió viajar a Argentina, donde se codeó con escritores como Borges, García Lorca y las hermanas Ocampo. En esta etapa de su vida y al alero de Neruda, es en su mesa de cocina donde empieza a escribir sus primeras obras y encuentra esa atmósfera transida por la construcción de personajes femeninos y el desarrollo de sus mundos internos. Se radicó en Estados Unidos, donde tuvo una hija y siguió escribiendo. Vivió sus últimos días en Chile, sin recibir el Premio Nacional de Literatura, a pesar del reconocimiento universal que obtuvo su narrativa, y murió en 1980, sumida en el alcoholismo. Compartimos acá parte de su Testimonio autobiográfico.
FRAGMENTO DE TESTIMONIO AUTOBIOGRÁFICO
Nací el 8 de junio de 1910. El primer cónsul alemán en Santiago fue mi bisabuelo y su apellido era Precht. De modo que, por mi madre, venimos de los alemanes de Valparaíso que después, como tú sabes, se fueron a Viña del Mar. Mis ancestros eran hugonotes franceses que emigraron a Alsacia y el tipo que mato a Chejov era pariente nuestro… Amado Alonso siempre me hacía bromas respecto a esto y yo le contestaba «¡Pero qué culpa tengo yo!»… Por el lado de mi padre, los Bombal llegaron a Chile huyendo de la dictadura de Rosas… Muchos años después me impactó la dictadura de Rosas, pero, en la niñez, las historias de su crueldad eran una leyenda para mí (canta) «Ibamos a aunarnos / nos traicionó / y en la victoria / se quedó».
Nací en el Paseo Monterrey, era precioso, ¡lindo!, todo cubierto de madreselvas, los señores se paseaban conversando y veíamos el mar y os barcos que pasaban… ¡Viña era una maravilla!… El otro día, hace como un año, fui y casi me desmayé de asco, todavía está la casa de mi niñez, pero todo pavimentado, con los autos allá arriba y una estación de servicio en la esquina donde vivían los Segnoret. En esa época, Viña era la ciudad jardín, ahora lellaman la ciudad jardín, pero están muy equivocados. Claro que yo no puedo decirlo porque me llaman antipatriota… ¡Ya lo han dicho bastante! Los niños íbamos todos los días a jugar a la playa, como paseo de familia… El Neno Dittborn, Eugenio, era precioso. Una vez lo robamos con mis hermanas y lo escondimos en nuestra casa porque hablaba tan lindo. Nosotros hacíamos castillos de arena y el Neno hablaba, los inauguraba, por eso lo adorábamos… él era más chico que nosotros, debe haber tenido unos cinco años cuando lo robamos, pero lo increíble es que ya adulto todavía se acordaba… ¡Fue una época feliz!
Como a los 8 años, escribí mis primeros poemas que eran muy malos. A la luna, a un canario y unos versos que elogiaban los copihues blancos. Cuando se lo mostré a mi tío Roberto, él dijo: «Ay, esta niñita ¿por qué no escribe sobre los copihues colorados? ¡Qué lata! ¡Copihues blancos! ¡Qué tontería! ¡Qué desabrido!», pero, para mí, hasta ahora, los copihues blancos y la lluvia son la verdadera acogida del sur… Mi padre murió cuando yo tenía nueve años, era su hija predilecta y un tío decía que, si al retrato de mi padre le sacábamos el bigote, era igual a mí. Mi madre nos leía los cuentos de Andersen y de Grimm, los traducía directamente del alemán. Nosotros nos sentábamos y ella nos leía de ediciones alemanas, así que crecimos leyendo todo lo nórdico, todo lo alemán, desde chiquitas… más que lo chileno, todo lo nórdico. De modo que nos educamos dentro de esa línea. En «Washington, ciudad de las ardillas», cuento que mi madre nos enseño que todos los sapos son príncipes y llevan una corona en la cabeza y que, debajo de algunos caracoles, a veces se puede encontrar a una sirenita llorando… (permanece en un silencio melancólico). Todo eso viene de los cuentos de Andersen y Grimm que nos leía mi madre, después, en Estados Unidos, conocí a los descendientes de Grimm… Además, como nos educamos en colegios franceses, también conocíamos lo francés. En Viña, las Monjas Francesas y, después, cuando nos fuimos a Francia, en el Colegio Notre-Dame de l’Assomption, que era un colegio archicatólico, ¡dos misas por la mañana!… Ahora, al llegar a Francia, no sufrimos ninguna sensación de desajuste porque era tan bueno este colegio de las Monjas francesas que no teníamos ni acento. Nos tomaban por francesas, siempre francesas. Pero nosotros manteníamos el castellano en la casa y además en la escuela, que era un internado, había muchas alumnas españolas de familias aristocráticas.
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