Maldito Kafka
por Aníbal Ricci
El ciclo finalizó con El Proceso, de Orson Welles. Interpretaba escenarios asfixiantes de Kafka, con picados y contrapicados, a ratos cielos opresivos. Anthony Perkins aparecía minúsculo deambulando entre corredores y salas gigantescas, una hormiga nadando entre expedientes de juicios interminables. Las sombras de la pantalla se prolongaron bajo el alumbrado público. Crucé Plaza Ñuñoa recordando las palabras del juez. «Llevar cadenas es a veces más seguro que ser libre». Mis padres están acostados, ni se enteran de que les he sacado el auto. Christian Misle me habló de un lugar en el paradero seis de la Gran Avenida. «Van puras contadoras… y las contadoras van», repetía siempre. Acelero por Carlos Valdovinos, no hay otros vehículos en la vía conocida como carretera de los pobres. Esbozo una sonrisa en el espejo retrovisor. Estaciono a tres cuadras e ingreso a la discoteca de dos pisos. En la escalera diviso a una chica que viste un vestido ajustado. Es muy guapa y cruzamos miradas. Me dirijo a la barra del segundo piso y pido un vodka con tónica. Extrañamente la chica había llegado antes que yo. La invito a un trago y no acepta bailar conmigo. El lugar está muy animado y la música ochentera me envalentona. Hay muchas mujeres bailando solas. Bajo al primer piso y vuelvo a divisar a la chica de negro. Sus labios rojos son irresistibles, pero su negativa me pareció tajante. No entiendo por qué continúa mirándome. Se acerca y me ofrece una vista privilegiada de su cuerpo. No me atrevo a hablarle de nuevo. ¿Tienes un cigarro?, me dice y no sé qué pensar. Le digo que no fumo, pero sigue conversándome. ¿Cómo te llamas?, le hablo al fin. «Sonia», me dice. La invito de nuevo a bailar y acepta encantada. Observo mi vaso de vodka debido a que algo ha cambiado. El cabello de Sonia me hace pensar en la actriz brasileña. No hablamos demasiado y siento que hay química entre nosotros. La multitud nos transporta a un escenario acogedor. Parecería que «estamos solos en la selva… nadie puede venir… a rescatarnos». Dice que estudia auditoría y vuelvo a esbozar una sonrisa. Voy a comprar unas piscolas y Sonia ya está en la barra. ¿Cómo llegaste tan rápido?, le digo y abrazo su cintura. Me aparta la mano y no entiendo nada. ¿Sonia, qué te pasa?, la miro extrañado. «Me llamo Julia», dice alterada y al lado aparece otra Julia y sólo pienso en el vodka. «Es mi hermana gemela», surge de los labios de Sonia. Creo que estoy rojo de vergüenza. Volvemos a la pista de baile y de verdad he quedado sin palabras. Sonia gira alrededor y quiere fumarse un cigarro. Estamos sentados en la entrada y no puedo apartar los ojos del medallón que se balancea en su pecho. ¿Viniste con tu hermana?, qué pregunta más estúpida. Pregunta si ando en auto y me dice que vayamos a escuchar música. Caminamos las tres cuadras y en el pavimento resuenan los tacos de Sonia. La puerta tiene la chapa forzada y lo saqué sin permiso. Se robaron la radio. Miro a Sonia y oculto mi malestar. La llave no enciende las luces del tablero, intentaron robarse el auto. No puedo dejarlo así, tengo que regresar. Sonia mira extrañada y la abrazo. Mi escapada con ella ha sido abortada. Habríamos tenido sexo, no me convenzo de mi mala suerte. Desesperado comienzo a unir los cables arrancados… hasta que la luz del tablero vuelve a la vida. La llave no sirve para dar contacto y le pido ayuda a gente que va pasando. Me empujan el auto, pongo segunda y el motor enciende de inmediato. Le digo a Sonia que la llevo a su casa, pero me dice que tiene que esperar a su hermana. Le abro la puerta y se sienta en el lugar del copiloto. Nos besamos y mis manos incursionan en su sexo. Su cuerpo está húmedo y Sonia emite unos gemidos endemoniados. «Te dejo en tu casa… tu hermana es grandecita», le digo y me encuentra razón. Vive en unos departamentos de Carlos Valdovinos y emprendemos el regreso. Le menciono que es primera vez que vengo a la Gelatería, me responde que ha ido varias veces, le encanta la música. Estaciono en un lugar de tierra cerca de su casa y le acaricio su pubis. Le propongo que nos sentemos en el asiento de atrás, pero me doy cuenta que tengo poca bencina y no puedo detener el motor. No arrancará de nuevo, pero yo sigo encendido. Estamos a punto de hacer el amor, se acaba la bencina y no puedo concentrarme. No encontraré a alguien que me ayude a empujar el auto. Me pongo ansioso y a ella no le agrada que esté apurado. Maldigo en voz alta que hayan intentado robar el auto. Sonia se despide y ni siquiera le pedí el número de teléfono.