LA PARTIDA, NOVELA DE JORGE CALVO
Por Osvaldo Godoi
La partida, primera novela de Jorge Calvo (Santiago, 1952) —publicada originalmente en 1991 y que hoy presentamos en su 4º edición—, a modo de epígrafe, en el comienzo cita un fragmento de entrevista realizada a uno de los participantes del atentado al dictador. El periodista le pregunta por qué participó en el ataque, a lo que el joven responde: «En el año 1975 junto a un grupo de amigos del barrio formamos un club deportivo. La DINA nos detuvo y torturó […] Cuando salí en libertad juré que si alguna vez me volvían a torturar tenía que existir a lo menos una razón. Usted comprende, ¿no? Una razón de verdad».
Dicho fragmento nos introduce de inmediato en la propuesta narrativa de Jorge Calvo, que a mi parecer aborda el ejercicio de la violencia como medio y como fin, y de cuyas consecuencias en los personajes relevantes nos enteramos a medida que se avanza en la lectura de la novela.
Dividida en ocho capítulos, La Partida asume tres ejes de acción, los cuales se ramifican y entrelazan mediante fragmentos que permiten darle unidad al relato.
El primer eje, que da inicio a la novela, corresponde a un adolescente aficionado al fútbol y que corteja a su vecina la Mary, quienes caerán en manos de una sección del aparato represor de la dictadura, lo que traerá consecuencias a víctimas y victimarios.
El segundo eje corresponde al estudiante y jugador de ajedrez Heredia, o Simón, y su pareja, Carmen Andrea o «La Flaca rica», personajes principales de la novela que, ante el derrumbe del gobierno popular con el golpe de Estado, deciden permanecer luchando en la clandestinidad, negándose al exilio.
El tercer eje corresponde a los cuatro agentes de la sección del aparato represor del régimen, denominada Mosca Ocho, «los gorilas», presentes de algún modo en todos los capítulos de la novela.
Los tres ejes van urdiendo la trama desde el presente del personaje principal hacia el pasado, elaborando desde allí un futuro que los lectores conocemos bien pero que Heredia, como buen ajedrecista, solo alcanza a imaginarlo, sin equivocarse: «Este es el país del engaño, de la ilusión colectiva y del show» (página 199).
La novela, desde el título ofrece una partida de ajedrez como símbolo del contexto narrativo, que en un momento álgido de la trama es puesto en contraste con un partido de fútbol poblacional, y cuya síntesis podemos encontrarla en el juego del ping-pong, citado dos veces, una al comienzo y otra al final: «en varios tableros se ha iniciado el ping-pong de las aperturas y el copioso e incesante tic-tac de los relojes sobrevuela el local[…]» (pagina 35); «Así es la vida, para allá y para acá, como pelota de ping-pong» (página 214). La tensa calma, el silencio inquieto que inunda el campeonato de ajedrez contrasta con el efervescente partido de fútbol entre unos viejos conservadores y un equipo de jóvenes pujantes, relatado con maestría en la voz de un comentarista deportivo que no puede menos que provocarnos carcajadas, de esas con lagrimitas en los ojos. No percibo en esta novela —a diferencia de otras que me ha tocado leer—, una caricatura en el retrato de los personajes de clase baja o subalternos, si bien el discurso a veces hilarante propondría lo contrario en una lectura superficial. A mi modo de ver, Calvo acierta al disponer en la estructura de su novela esas voces, que no exentas de verosimilitud traen a la lectura el vacío de sentido que experimentan los personajes a causa de esa cándida suposición o resignada sumisión de que todo lo que se diga es cierto. El ping-pong entre el ajedrez y el fútbol; la reflexión y la acción; la planificación y la improvisación; la certeza diurna y la incertidumbre nocturna; el silencio y el grito; las casas de seguridad y las casas de tortura.
En lo que no hay dualidad es en el miedo.
La Partida se hace cargo del miedo con total consciencia, de tal modo que lo percibimos incluso en los propios agentes del terror, que también son investigados, hostigados y eliminados por sus mandos superiores cuando así lo deciden. Porque en esta novela no hay inocentes, cada persona es un potencial enemigo: «No lo olvide, capitán, un estudiante jamás es un estudiante. Y, cualquier viejecita de aspecto bonachón es una terrorista en potencia»(página 73).
Avanzar en la lectura de la novela, efectivamente es como estar presenciando una partida de ajedrez, donde la concentración en el juego de los personajes en pugna se ve interpelada por las múltiples voces que surgen en el relato, como si hubiera un tumulto circundando el tablero-página, como si junto a nosotros, los lectores, cada personaje intentara darnos su versión de la partida, su jugada maestra. Para lograrlo, el autor realiza un alto despliegue técnico que permite ahondar en la búsqueda de una respuesta, junto con Heredia —o Simón—, a la interrogante que cruza la novela como un murmullo casi inaudible que se hace explícito en la página 198: «¿Por qué chuchas no peleamos? / Éramos miles, cientos de miles, millones». Dicha interrogante, que diferencia a esta novela de la gran mayoría dedicadas al mismo tema, proviene de un jugador agresivo, que busca siempre ganar por jaque mate en el menor tiempo posible (página 82), porque sabe que «el factor sorpresa es decisivo cuando se juega contra el tiempo» (página 83). Y, aunque Heredia dice que resistir la dictadura en la clandestinidad era como viajar «[…] en un submarino que estaba siendo bombardeado» (página 102), también acepta que antes del golpe «[…] fue una época muy hermosa, nos ocupábamos de cosas trascendentes y de cosas sencillas con la misma tranquilidad» (página 53). Es decir, Heredia estaba inmerso en el juego, en lo que él mismo designa como «el momento fuera», «otra dimensión[…] una realidad física intangible, situada dentro de la mente», «a tal extremo absoluta y obsesiva que alguien podría disparar un balazo, podría ocurrir un temblor de tierra o podrían aterrizar los marcianos y ninguno de los jugadores se daría cuenta.» (páginas 136-137).Tal vez por eso se atreve a decir que «Un buen ajedrecista es como un niño lanzando petardos» (página 83). Un niño lanzando petardos; una generación de niños lanzando petardos, el «gremio de los perdedores natos» (página 138), que siempre pueden explicar muy bien la lógica de por qué perdieron, pero son incapaces de predecir el jaque mate de sus oponentes. La «generación de los padres», que para mí no tiene mucho que ver con la llamada «nueva narrativa», así como yo no tengo mucho que ver con la «generación de los hijos».
Pienso en eso y reflexiono sobre el dicho tan patriarcal de «Matar al padre» en literatura. Tal vez esta sea la única instancia en que no se cumpla ese rito. Antes de matar al padre propongo comprender al abuelo y luego aceptar a ambos, con todo lo que traen porque cargan con eso como testimonio de un mundo que ya no existe, que los de mi generación no conocimos, un país que dejó de brillar en los rieles del tren y quedó sepultado en el hollín de las autopistas. Comprender, aceptar, valorizar la memoria del padre como hurgando fotos antiguas en las que cada vez es más difícil identificar rostros, lugares, nombres, y sobre todo emociones; sobre todo el tono y el ritmo de esos tiempos. Es lo que he estado haciendo o intentando hacer; después de todo, cómo vamos a matar al padre con palabras, con novelas, si ni siquiera pudo matarlo a balazos la dictadura.
En resumen, leer La Partida, para alguien que cumple los mismos cincuenta años conmemorativos del golpe civil y militar que cambió para siempre a nuestro país, es actualizar el tono con que nuestros padres celebraron la esperanza en una sociedad más justa y enfrentaron los posteriores hechos sangrientos sin victimizarse, sino cuestionando decisiones erróneas que pocos se han atrevido a señalar. De eso trata esta novela brillante, narrada como un torrente caudaloso de vitalidad, de alegría, de ironía, pero también de horror y violencia; una novela que no teme el discurso coloquial y las reflexiones teóricas acerca del deporte ciencia, y que además procura deslizar claves para su lectura a través del inteligente uso de símbolos, como por ejemplo un cuesco de damasco, esa semilla que en la novela es un talismán y un proyectil, incluso un platillo volador, pero nunca un objeto inerte, como tampoco lo son esas páginas rotundas que leemos como si fuésemos partícipes de la efervescencia de aquellos jóvenes que comenzaron eligiendo un presidente popular y terminaron perdiendo una guerra (página 96). Porque ante todo, lo que brilla en esta novela es la intensidad vital de los personajes comprometidos con el gobierno de Salvador Allende, jóvenes idealistas que se sumaron a un proyecto jamás visto en el mundo, la llamada vía chilena al socialismo, jóvenes tremendamente generosos que compartían sus vidas entre los estudios, las organizaciones comunitarias en poblaciones y juntas de vecinos, en las industrias como apoyo en mano de obra o en la resolución de problemas, en las marchas por la paz contra los ataques del imperialismo en otras partes del mundo, jóvenes que profesaban el amor y no la guerra, que creían en la igualdad, en la solidaridad, que consumieron todas sus energías en la construcción de un sueño colectivo, que fueron testigos del despertar de un pueblo históricamente oprimido, que estuvieron del lado correcto de la historia y debido a ello recibieron el horror de frente y sin aviso. Jóvenes decididos a luchar pero que no tuvieron esa oportunidad. Jóvenes que en su mayoría están muertos o desaparecidos, y los que sobrevivieron fueron rápidamente marginados de la nueva sociedad en gestación. De esos jóvenes habla esta novela, y de cómo el aparato represor de la dictadura ejerció la violencia sistemática y al azar para rastrearlos hasta encontrarlos y eliminarlos, y de cómo en esas persecuciones eran arrastrados a la tortura y la muerte muchos ciudadanos comunes, pobladores, adolescentes, adultos y ancianos, que podríamos decir que no tenían nada que ver en el asunto, que solo eran pobladores sin compromiso político, pero en el fondo ellos eran el centro de la disputa, esos cuerpos mancillados, oprimidos, marginados, esas mentes diezmadas, encarnaban el futuro del proyecto revolucionario: el hombre nuevo.
De eso y mucho más habla esta novela escrita por un miembro destacado de la generación de escritores nacidos en la década del 50, esa generación que al decir de Bolaño entregó lo poco que tenía, lo mucho que tenía, su juventud, a una causa que creyeron la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era. Y que en cierta forma lo sigue siendo para alguien que tiene los mismos cincuenta años con los que conmemoramos el golpe de Estado. Vayan mis agradecimientos a Jorge Calvo por darnos la Partida, nuevamente.
La Calera, 25 de octubre 2023.-