Escritor del Mes

EL VESTIDO

“SON ELLOS” -supo de inmediato. Alzó la cabeza por sobre las matas crecidas y los observó. -«Son ellos, el «falte» y su mujer. Ahorita se sientan en la piedra a la sombra del arrayán. Sí, son… » -repitióse. mirándolos a través de la marea verde oscura del papal.

Se hallaba en cuclillas aporcando y desmalezando la tierra alrededor de las hileras de patatas, en una colina no muy distante y más baja.

Vio al hombre, no muy alto, descargar la bolsa junto al árbol. Se frotaba la cara con un trapo blanco. Quizá un pañuelo. «Se está secando el sudor -adivinó-. Hará calor andando así, cargado, por los caminos».

La mujer se había sentado a la sombra del arrayán.

«Descansarán y luego bajarán por la cañada -intuyó. Si salgo al camino, a la puerta, los veré pasar».

Sabía que se estaba engañando a sí misma. “No es eso, no es por verlos» -reconoció. Volviendo la cabeza echó una ojeada hacia atrás, por sobre d hombro. Abajo, rodeada por el manzanar -salvo los gansos montando guardia, caminando solemnes, en hilera por el borde de la acequia-, la casa parecía desierta. “¿A dónde andará? Estará dentro de la casa, seguro. Y no querrá… nunca ha querido” ­rezongó inclinando el rostro sombrío y apretado. Le temblaron los labios. -«Ella morirá algún día, pero no tan pronto como para brindarme la ocasión. Yo también éstaré vieja y me quedaré sola, sin más compañía que el perro, el gato y las aves, siempre sembrando y, aporcando papas. ¿Para qué? ¿Para quién?»

De improviso, comprendió: «Ella tuvo todo lo que a mí me niega». Antes de pensarlo, casi anticipándose, dejó caer la cuchilla aporcadora y echó a correr por entre el papal, bajando la colina en dirección a la casa.

Al pasar, los gansos graznaron alarmados. No se detuvo, continuó corriendo hasta llegar a la puerta de trancas. Se compuso el vestido y se metió en la acequia para enjuagarse los pies. “Todavía no vienen. Alcanzo a lavarme la cara» -calculó. Se ordenó el cabello. Lo llevaba peinado una sola trenza que le pesaba en la espalda. Era una mujer madura, recia y fuerte como un hombre, de cutis blanco, la cara nerviosa y agria. Iba descalza. Resultaba extraña a las islas la blancura lechosa de la piel.

“Tienen que pasar -confortóse a sí misma- no hay camino». Se apoyó en las varas. Soplaba un vientecillo agradable que le refrescaba las piernas musculosas y duras surcadas de venas azules, hinchadas.

“Tienen que pasar, -repitió- y esta vez, sí compraré un vestido. Aunque se oponga lo compraré… Para ir los domingos a la iglesia, a Chonchi. Iré bien lavada y peinada, y con vestido nuevo. Me verán. Alguno tiene que verme.  No me importa que sea un chilote… Es un hombre… aunque ella se oponga…”

Venían. Podía oír los pasos, los tropezones en las piedras y la cháchara de la mujer. De modo inconsciente volvió a alisarse el cabello.

Su saludo los sorprendió. Se acercaron. El hombre afirmó la bolsa en l:as varas antes de contestar.

-Sí, sí. Buena ropa. ¿Quiere verla? -ofreció. Seguidamente miró a la mujer que le acompañaba. Parecía indicarle: “con ésta, te entiendes tú”.

-¿Adónde se la muestro? -Fue la mujer quien pregutó. Seguramente querrá probarse, no es cierto?

“No querrá. No me dejará comprarlo”. Echó una ojeada recelosa por encima. del hombro. Detrás, parada en la puerta, su madre aguardaba. «Lo sabía» -se dijo. Y resolviendo, súbitamente descorrió las trancas.

-Pase, adelante.

Oyó al hombre que le decía a la mujer:

-Anda. tú. Te esperaré más abajo.

-¿Qué vende? -la pregunta, seca y fría, las atajó en la puerta. Mantenía los brazos cruzados sobre el pecho erguido y, como su voz, los ojos le brillaban con leve ironía.

-De todo. Ropa de medio uso, agujas, hilos, botones, peinetas, jabón, espejos… -recitó con entonación monótona la mercachifle.

-Tenemnos. No nos hace falta nada- la interrumpió. Sin moverse, tapiaba el acceso a la casa y el matiz despótico de la voz entrañaba una calidad más fuerte que su misma presencia ante la puerta cerrada. Su mirada era burlona.

-¡Ah!, perdone… yo creía, su hija me dijo… -titubeó asignándola.

«Lo sabía. No necesitaba verlo para saber. No me dejará. Siempre, toda la vida ha sido así: egoísta».

La vieja sonreía con desdén. Se produjo un silencio colmado de tensión.

«Se odian» -adivinó la mercachifle. Encogióse de hombros. Dispuesta a esperar, posó la bolsa en el suelo.

-Madre, yo quería… Llevan vestidos. Me hace falta uno. Tengo plata. Es mía, la he juntado con mi trabajo. Ud. sabe, una nunca tiene ocasión… -dejó la frase inconclusa y miró a la vieja. Captó su mirada: «Tantos años callada, parecía expresarle, y ahora, al fin te destapas». La enfrentó: -Es una ocasión -dijo-, Ud. bien sabe que en el pueblo no hay…

-¡Ocasión…! rió la vieja y añadió mordaz: -¿Crees? -Pero se apartó cediendo sin replegarse, igual a como si dijera: «Bien, desengáñate. Compruébalo».

Entraron.

Atravesaron un pasillo oscuro, una puerta a cada lado, cerradas ambas y más allá, rematando en ella, una habitación igualmente en penumbra, fresca, espaciosa. En la madera de los muros, sujetos de gruesos clavos oxidados colgaban diversos aperos de labranza. De las

vigas pendían redes y aparejos. ristras de cholgas y carnes secas ahumada. La mujer examinó todo con curiosidad, desimulamente.

-Puede poner sus cosas ahí -refunfuñó la anciana, señalándole una mesa redonda y desmantelada que recibía el claror de la ventana. A través del follaje de un manzano que casi privaba de luz la habitación, divisábase el huerto.

Comenzó a sacar sus mercancías y a desparramarlas sin orden encima de la mesa. «¿Que harán las dos, arrastrando su odio, siempre frente a frente, aquí, delante de la estufa en el invierno?”, pensaba. «Pelearán todo el día, como que hay Dios».

La solterona se acercó. Sentía sobre ella, aun sin mirarla, la mueca sardónica de su madre. la más absoluta tiniebla lograría encubrírsela. «No me imparta. Esta vez, sí, no podrá impedirmelo. Me lavaré me peinaré con cuidado, y para ir a la iglesia me pondré el vestido nuevo.

Alguno, alguien tendrá que fijarse en mí, al menos por el vestido. ¡Mira!, dirán es Eloisa, ¿no? ¡Ha de tener plata! No me importan lo que digan. Ya tengo cuarenta y seis años y una buenas cuadras de tierra y la casa y el bote, y animales. Mi madre está vieja…, bastará que me vean y pensarán… sí, no me importa que esté rienedose…, tengo derecho a tener un hombre…así como Ud. lo tuvo. Sea como sea…” -cogió los vestidos. Más bien los revolvió, al azar, sin saber casi que lo hada, conturbada por sus propios pensamientos y la presencia enemiga de la madre.

-Veamos, éste le debe quedar bien -acudió en su auxilio, la mujer. Pensó: -«Si no la ayudo, no atinará jamás. Es la vieja la que la pone confusa».

Comenzó a probárselos sobrepuestos. Se admiró (ella era pequeñita y menuda): -«Qué mujerona. ¿Cómo puede ser tan grande? Si se los pone, con seguridad, me los va a reventar. -Buscaba, con la paciencia ganada en el oficio, entre los que recordaba como de tamaño más adecuado.

-No son honestos -latigueaba la voz seca y breve, sistemática, de la anciana. «No habrá ocasión». -Sonreía saboreando el triunfo. -¿Es que no tienes vergüenza? ¿Cómo te vas a exhibir así? No es honesto –repetía.

Encontraron uno. No muy bonito y de un solo tono, verde claro, deslavado ya por el uso. Calló. No podía aducir que fuera deshonesto. Cerrado hasta el cuello, las mangas largas y ahuchadas le caían sin gracia. Saliendo de su rincón, vino a tocarlo e hizo los reparos: le venía estrecho y la tela, ya desgastada, no soportarla el esfuerzo.

-No te durará una postura. Volverás de Chonchi con los jirones -pronosticó.

Sin embargo, fue ella quien dio la solución. Sin proponérselo, en un acto inconsciente afloró su feminidad quizá cuánto tiempo guardada y olvidada: la atrajo la tela azul, el lino grueso de una falda. No pudo menos de tocarlo.

-¡Ah! -exclamó la comercianta. -¡Qué tonta soy no haberme acordado! Esta le quedará bien. Pruébeselo. El género es muy bueno.

Permaneció indecisa. Quería un vestido, no una falda.

-Pruébatela -le ordenó la madre. Sus ojillos reían sarcásticos: -«No te gusta, ¿verdad? No importa. No servirá para lo que quieres, pero, sí, para el trabajo». -Y dirigiéndose a la otra, preguntó: -¿Cuánto vale?

-Mil. Mil pesos -concretó.

-Ah, no; es mucho.

No dijo más, pero sí lo suficiente como para dar a entender que no cedería.

-Es lo que vale -respondió in elogiar la mercadería.

Presumió que la venta se desarrollaría como un largo difícil finteo.

-No podemos dar tanto. Quinientos. Ni un peso más.

«Es porfiada la vieja, pero no me la va a ganar. Si le digo ochocientos, estoy perdida. Tendré que dejar que ella me suba la oferta». Y para reforzar su posición, dijo:

-No Mil. Le pedí lo justo. No puedo rebajar.

Se contemplaron mutuamente: dos gallos de riña, enfrentados, buscándose.

Entró la hija. La hizo girar, volvió a examinar y palpar la tela. Intempestivamente, ofreció:

-¿Quizá se serviría una tacita de té?

Cogió desarmada a la comerciante, aun a la hija.

-Sí, gracias, ¿Por qué, no? -Fue su estómago vacío el que se adelantó a responder. No había almorzado, la mañana avanzaba y su hombre ya estaría haciendo fuego por ahí.

-No querrá. no me dejará pagar tanto. La conozco bien… -la informó la solterona con expresión amarga, después que la madre hubo salido. Tocó la falda como si acariciara un sueño ya desvanecido.

-Se lo puedo dejar en ochocientos -concedió. Ni un cinco menos. Si no puede pagar eso, mejor sáqueselo.

– No querrá, lo sé -dijo desalentada y agregó para sí: -«Es como mula de terca». De pronto, el rostro se le iluminó. Habló de prisa y en voz baja, cuchicheando: -Delante de ella, déjemelo en quinientos; yo, después, afuera en el camino, le doy la diferencia. -No alcanzó a explicar más apenas si a callarse. Entraba la madre trayendo la taza humeante y en los ojos una expresión inquisitiva y maliciosa.

Depositó el té sobre la mesa.

-Siéntese -la invitó-. Sírvase. -Puso a su alcance el azúcar y ella se quedó de pie, observándolas. Olía algo, pero, zorruna, nada preguntaba.

La otra. principió a sorber el té con lentitud. Lo alabó deseando halagarla. Al cabo de un rato, como si la taza de té la hubiese ablandado, la mercachifle señaló a la hija:

-Bien se lo dijo en ochocientos

Impertérrita, la vieja replicó:

– No. Quinientos.

Continuó bebiendo lentamente el té. «¿A qué darse prisa? Si, ella tenía su técnica y ahora se la aplicarla a la vieja.»

Sin poder contenerse, la solterona se aproximó a la mesa. Llevaba puesta aún la falda. Muda. con el semblante contraído, comenzó hurgar los vestidos.

«Capaz de que esta tonta ahora, lo eche todo a perder». Apuró el resto de té de un solo trago y se levantó. Sorpresivamentc le espetó a la vieja que la observaba de reojo:

-Bueno, Ud. dirá. -lanzó la interrogación procedió a empaquetar.

-Quinientos. Ni un peso más.

-¡Pero madre! Yo…

-Sácatela -le ordenó con energía interrumpiéndola.

-Bien, se lo dejaré en quinientos; -accedió, explicando: -para corresponder a su atención nada, más.

-Anda a traer la plata. –La mandó como si escupiera las palabras con desdeñosa actitud.  Parecía querer significar: “esto lo consigues, pero lo otro, no”. De nuevo se agazapó en su silla, en el rincón. Desde ahí, presenció el pago. Olía la trampa sin llegar a descubrirla.

Se despidieron. La comercianta cogió sus bártulos y sin compañía alguna se encaminó hacia el pasillo. “La esperaré afuera, en el camino. Esta no me hace lesa. No es capaz” -dedujo.

Salió.

Al cerrar la puerta alcanzó a oír la voz de la vieja, diciendo:

-Acompáñala hasta el camino.

Caminaron juntas siguiendo el sendero a lo largo de la acequia.

-Allá abajo, donde no nos vea, le doy lo que le debo -susurró la solterona y agregó: -Todavía debe estarnos mirando -Y, sin ningún preámbulo, sorprendió a la otra: -Hace días que pensaba en Uds. Los vi en Chonchi. Desde ese día, me dije: Esta es la ocasión. Si tengo un vestido nuevo es posible que alguien se fije en mí. Aunque sea un chilote. Nosotros, mi madre hace diferencia, descendemos de españoles. Una vez tuve un pretendiente. Mi madre se opuso: «¡Un chilotel!», dijo. «¡Jamás!, primero me verás muerta». Eso fue ya hace bastantes años. Nunca tuve otra oportunidad. -Hablaba sin detenerse, contando lo imprescindible, exponiendo en frases cortas su vida como si sospechase que ya nunca tendría oportunidad de hacerlo.  Tengo cuarenta y seis años. Ya estoy envejeciendo. Me dije: tiene que ser ahora. Aunque sea un chilote. Siempre es un hombre. Un hombre es un hombre – dijo- y mi madre ya está vieja, mi padre murió y yo un día heredaré todo esto. –Hizo un gesto pretendiendo mostrar con él la propiedad. – Cualquiera puede comprender que heredaré todo esto. Bastaría que alguien se fijara en mí, nada más. Para eso quería el vestido, para ir a Chonchi.

La mercachifle, agobiada por el peso de la bolsa, oía sin verle la cara. Oía asombrada. Veíale solo los pies desnudos, imprimiendo en el polvo las huellas anchas, el andar firme, hombruno.

-Por eso quería un vestido. Es más llamativo que una falda, arguyó con pesar.

Llegaban a la puerta.

-Siga. Acompáñame un poco más allá –la instó la comercianta señalando un lugar cercano, seguramente, a la vuelta del recodo, la esperaría su hombre. Se detuvo. “Él no tiene para que saber” – Se dijo cogiendo el dinero de la falda y guardándolo. “Ni lo notará”. Entonces, abrió la bolsa y comenzó a remover la ropa. Casi enseguida la encontró. Desplegó una blusa roja que puso en manos de la solterona.

-Tome, este le quedará bien y hace juego con la falda. Es llamativa pero honesta –dijo empleando por primera vez la expresión chilota. Póngasela cuando vaya a Chonchi. Se la regalo. –La advirtió: -No se la muestre a su madre, no le diga nada, es capaz de rompérsela. Y cuando encuentre lo que busca, sea quien sea, haga lo que tiene que hacer, sin miedo, para eso es mayor de edad.

No esperó que le agradeciera. La dejó pasmada en medio del camino.

Se alejó. Más allá del lado de la playa, esperándola, como una señal desflecábase una columnita de humo. –“Ahí, está mi hombre” – Se dijo. Antes de doblar el recodo miró hacia atrás: la otra continuada parada, apretando la blusa entre sus brazos, como si estrechase a un hombre.

30/ septiembre/1961

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