EL CORREO DE BAGDAD Y JOSÉ MIGUEL VARAS
Cuando, en enero de 1995, leí El correo de Bagdad, de José Miguel Varas, ya me había dado cuenta que no era un escritor de la llamada corriente “social” –como acostumbra a decir la gente que sabe, de ese entonces y de ahora–. Que sí era periodista y locutor de radio (como también había sido, a fines de los años sesenta del pasado siglo, lector del informativo Pantalla noticiosa, del ya mítico canal 9), claro que sí, y a mucha honra, pero algo estaba mal en las definiciones que solían hacerse de su escritura y de su persona. Sí, claro, lo había oído más de una vez en Escucha Chile, de la radio Moscú, durante mi exilio en Paris y, sobre todo, cuando interrumpí por dos años mi exilio parisino yéndome a vivir en la dividida Berlín de aquellas épocas ya prehistóricas. Y al regresar a Chile, en julio de 1991, alguien me habló de Las pantuflas de Stalin, y más adelante de Neruda y el huevo de Damocles, ambos títulos que despertaron mi curiosidad a pesar del prejuicio creado por esa supuesta pertenencia a la corriente “social”, su militancia comunista y, por cierto, el que había sido la voz del programa aquél de la radio Moscú. Suficiente para resistirse a una lectura inmediata, me debo haber dicho tontamente. Pero a fines de ese mismo año de mi (des)exilio comencé a colaborar en el entrañable diario La Época, donde su nombre comenzó a ser cada vez más familiar. Por supuesto que ya conocía algunos de los artículos que había publicado, en el exilio, en la revista Araucaria, que se editaba en España, de manera que al leerlo en La Época no estaba recién comenzando a darme cuenta de que no era alguien que cumplía sus tareas periodísticas o colaborativas con seriedad y oficio, sino que se trataba de alguien que tenía una prosa de escritor con estilo, amena y diría que impecable en su construcción formal.
En algún momento en que coincidimos en el lanzamiento de un libro, fuimos presentados por un amigo común, el poeta Jaime Quezada. Yo ya había hojeado Las pantuflas de Stalin, y ya había abandonado los prejuicios iniciales y tenía muchas ganas de leerlo de verdad. No sé por qué tuvo que pasar tanto tiempo desde el abandono de mis absurdos prejuicios y la lectura completa de uno de sus libros. Pero, se dice por ahí (o porái, como diría Varas), que no sólo el azar hace bien las cosas, sino que no es uno quien elige los libros que lee, sino que son los libros los que lo eligen a uno. Creo que no pude tener mejor introducción a la lectura de José Miguel Varas que con su extraordinaria y entrañable novela, El correo de Bagdad, porque después de ella me di cuenta de que en su escritura no había nada de “corriente social” o cualesquiera de esas definiciones siempre tan reductoras y, generalmente, arbitrarias. Varas era dueño de un estilo, es decir de un lenguaje, muy propio y para nada arrullado en la comodidad de su evidente talento escritural, –esa “facilidad” de la que hay que defenderse, como solía decir la extraordinaria maestra de piano y de música y de vida, Elena Waiss– pues, como todo escritor de verdad, Varas era alguien que tomaba riesgos, tomaba distancia de su escritura para mejor apuntar y dar en el blanco, o se adentraba en los personajes a través de una palabra siempre en tensión (o a la espera de algo que suele estar en esa parte indecible de todo hablar y de todo habitar plenamente en este mundo), por eso se paseaba por el idioma en una continua creación de lenguaje –y que sería, absolutamente, lo que llamamos estilo–, con humor, con picaresca, con agudeza y sin concesiones, lo que da cuenta de una capacidad envidiable de observación de esto que llamamos realidad, en todos esos detalles que suelen escaparse al ojo de la mayoría de los mortales y que hacen de la lectura lo que ella no debe dejar nunca de provocar: el placer de descubrir no sólo el mundo, sino que nuevos mundos. Especial referencia es la que fue su última novela: Milico, de la que tuve el privilegio de leer algunos capítulos cuando aún estaba en proceso de escritura (José Miguel me los envío para que los leyera “con bisturí, pero con respeto”).
En su novela, El correo de Bagdad, ese tensionar el idioma y la palabra es llevado casi al extremo, jugando con los evidentes malentendidos entre los idiomas cuando se traducen literalmente, y cuando se producen conflictos de lenguaje, claro. Y ahí radica la comicidad casi insostenible de esta novela: por un lado el personaje del Huerqueo, el pintor mapuche, con el lenguaje circular de este lado del mundo, en sus diálogos con quien él quiere que sea su suegro, un riguroso herr profesor de Praga que, sin embargo, pasa por alto eso que nos define a todos, el lenguaje, y que, como decía maese Wittgenstein, puede que muestre “aires de familia” pero que no necesariamente lo estemos comprendiendo en toda su magnitud, tal como cuando comienza sus Notas a la carta número uno del Huerqueo: “En cuanto a tratamiento que a mí aplica, el pintor está bromisto, llevado por su libre indoamericano decomprensión del valor de académicos grados para nuestras europeas sociedades. Problema cultural”. Lo que de paso nos recuerda el famosos Requerimiento de Juan López de Palacios Rubios, en 1512, durante la conquista del “nuevo mundo”: dos lenguajes, dos dimensiones del mundo, lo irreconciliable y la disimilación. Pero Varas utiliza aquí algo de suprema eficacia, creo yo, para mostrar esos malentendidos y las injusticias de este mundo que aquel produce: el humor, el sin sentido, la siempre hilarante destrucción a la Laurel y Hardy pero, en este caso, en el idioma. A través de ese mecanismo y de un lenguaje impecable, Varas (a quien alguna vez, en la presentación de la segunda edición de esta novela, en su versión integral, bauticé como el Buster Keaton chileno), da cuenta no sólo de la innegable “confusión de lenguas” que es nuestro mundo, sino que de las disimetrías que se han presentado y se muestran a diario en aquellas.
Debo terminar citando a José Leandro Urbina, quien prologó su libro de crónicas y artículos, Debo decir sucede, porque no sólo me hace sentido, sino que creo completa muy bien lo dicho al final de este texto: “La huella habla. Varas entiende la política como vínculo social, como realización de ideales y afectos compartidos. No es extraño entonces que la política y la amistad intersecten en estas crónicas. El tiempo se asimila con inocultable ternura. Pero no hay ingenuidad en ello. Pocos han tenido el privilegio de ver pasar un siglo tan movido, tan terrible, de tanta esperanza frustrada. Pocos también pueden dar cuenta de sus cambios veloces, los escenarios mutantes, la desaparición de los espacios y la gente. […] Sólo la escritura puede retener los mezquinos fragmentos, a veces los harapos de lo que fue. Eso se sabe y en muchos momentos se siente el forzoso dolor de la pérdida”. Todo eso y mucho más está en la escritura del siempre generoso amigo José Miguel Varas, que además de gran escritor era amigo de sus amigos.
Cristián Vila Riquelme
Algarrobito, agosto 31, 2021