Día del Libro
Un 23 de abril de 1616 fallecen Shakespeare y Cervantes los más grandes del habla inglesa e hispana, ese mismo día también, nuestro Inca Garcilaso de la Vega.
El hombre es hombre desde que habla y su historia existe, es posible que exista, desde que existe la escritura, los registros cuneiformes, papiros de lectura continua y el libro, página a página, ese soporte que la sustenta, esa maravilla de la modernidad que la imprenta puso al alcance de todos, y qué imagen más exacta y hermosa la de los Incas al ver al invasor leyendo, a los escasísimos que leían, que para ellos, “conversaban con papeles”, después de haber bajado de sus barcos, esas “casas misteriosas”. Poesía pura. En tanto allá en Europa, un 23 de abril de 1616, los más grandes del habla hispana e inglesa, Cervantes y Shakespeare fallecen ese mismo día, y también nuestro Inca Garcilaso de la Vega. Fecha entonces que promueve la UNESCO en homenaje a ellos y por el fomento de la lectura, la industria editorial y la protección de la propiedad intelectual y el derecho de autor. En contraposición, ese mismo año de 1616 se publica en Perú “La extirpación de las Idolatrías” del padre Joan Pablo Joseph de Arriaga. Sin comentarios.
Este placer que brinda la cultura y la modernidad – un placer no exento de sacrificios, en el cual su aprendizaje que exige desde destrezas neurológicas, físicas y corporales, a la adquisición de códigos y el ejercicio de la inteligencia y la memoria – fue durante siglos patrimonio de escogidos, en torno de los cuales se formaban grupos y hasta no hace mucho en nuestro Chile, la familia reunida en torno de quien leía las noticias como registro de cuando la lectura fue un hecho social.
El proceso que acompaña la lectura intensiva, pocos libros muchas veces, la biblia, almanaques, a la lectura extensiva, muchos libros una vez, corresponde al desarrollo vertiginoso, que nos trae del medioevo a la modernidad y a la post modernidad, donde ya emerge la cultura de masas y de la imagen, el cine, la televisión, la inmediatez de las comunicaciones, el computador e internet… De allí en más una merma constante de lectores parece ser la norma que acompaña paradojalmente una superproducción de libros de ficción.
Se encienden las alarmas, las instituciones y hasta el Estado, se ocupan del problema, con políticas que la realidad día a día se encarga de ignorar y desconocer.
La lectura de ficción, entre sus características principales, somete al desocupado lector a una suerte de reescritura de los textos con sus propias vivencias, de modo tal que también el lector se vuelve un creador, que genera para sí la propia seducción del texto que lee, circularidad que lo hace cómplice y a la vez lo lleva – junto con leer – a vivir la obra. Esta cercanía, entre narrador y lector, genera una identificación entre ambos que anula todo “peligro” incluso la conciencia de que este exista. De pasada, este lector adquiere un conocimiento de sí mismo que por ninguna otra vía podría alcanzar. Áreas profundas de la personalidad quedan al descubierto y un tipo o forma de meditación se abre paso, una meditación que no viene de la razón, sino desde la delicadeza de los sentidos que, con Marcel Proust por ejemplo, alcanza profundidades del espíritu que desconocíamos: “El caso es que cuando yo me despertaba así, con el espíritu en conmoción, para averiguar, sin llegar a lograrlo, en donde estaba, todo giraba en torno a mi en la oscuridad: las cosas, los países, los años”.
La palabra escrita y su prestigio también está asociada a un carácter sagrado, en las religiones del libro por ejemplo, judaísmo, cristianismo y el Islam, en las cuales, el libro mismo es carne de lo dicho, porque son sagrados en el todo y en cada una de sus partes, en la estructura y composición, hasta la palabra que abriría todas las puertas, que por más símbolo que sea, lo materializa, lo hace ver a través de una unidad de lenguaje y voz.
Pese a este prestigio antes señalado y a que la lectura puede considerarse como un capital atesorado consistente en conocimiento y distinción, en libertad de pensamiento y elección, los lectores no cesan de disminuir. Los motivos son diversos y de distinta naturaleza y origen, en la base de todos ellos, encontramos un mundo que cambia vertiginoso, desde la irrupción de la televisión al computador , Internet; con ello la cultura de la imagen se sitúa en el centro de la producción y superproducción para el mercado del tiempo libre y la entretención, un mundo en el cual el artista no es el demiurgo que conecta con lo celeste y el infinito, sino un fabulador que produce para el mercado de la entretención, es decir, la relación antes de identificación, narrador vs. lector, se ha profanizado en una suerte de promiscuidad creativa – receptiva, sin grandes aportes a la tradición productiva de ficción. Por otra parte, atenta también contra la lectura, el carácter del tiempo, en el cual la velocidad el dinero y la inmediatez tecnológica del correo electrónico, el celular, el whatsApp, twitter, Instagram…imponen una pauta de tiempo libre, y una calidad del mismo, diametralmente opuesto al de los procesos productivos de 30 años atrás y a la psiquis que lo acompañaba, ampliándose las jornadas laborales de manera incluso voluntaria a tiempos que impiden toda relación con la lectura y el libro de ficción, una suerte de relación en permanente carencia con la familia y con los propios afectos.
Otras son entonces las necesidades y las disposiciones que constituyen este nuevo sujeto producto del sistema internacional del capitalismo, un sujeto caracterizado por el síndrome de la fragmentación, volátil y flotante, poroso, descentrado, proclive a asumir identidades diferentes, y para el cual, la lectura de ficción le resulta como una supervivencia de costumbres inútiles y añejas, lentas horas perdidas en el limbo o la nada sin efecto práctico alguno, por tanto descartable. Este sujeto esencialmente práctico, este target, que desdeña toda otra lectura también, incluso la práctica, se nutre de breves paper o resúmenes y ve enormes cantidades de cine por video y televisión, cine fluido y rápido, hablamos de un profesional moderno; en las antípodas, los marginales que carecen de todo y por supuesto de literatura también. En ambos casos, entre el stress de la producción para el mercado y la dramática picaresca del eterno cesante, la ficción narrativa queda como un lujo de iniciados, individualidades que se desprenden de la arrolladora máquina moledora cotidiana y se sumergen en el ritual de volcar la hoja, y componer con sus propias vivencias la sinfonía que las palabras hilvanan, los mundos imaginarios que sustentan el mundo real. Porque el mundo real es en grado sumo semejante y congruente con el imaginario social dominante, que si este es estrecho y miope, estrecha y miope será la realidad, en tanto no se abran las compuertas de la imaginación generosa y la solidaridad del que convida afectos, ideas y ganas, el creador encarnado en el cuerpos social, como lo fue “Rayuela” de Julio Cortázar, “El vaso de leche” de Manuel Rojas, o “Coronación” y “El obsceno pájaro de la noche” de José Donoso.
Pero, aunque no cabe la conformidad, este fracaso que no es sólo nacional, se debe en parte a los cambios tecnológicos y civilizacionales que sufre el mundo, cuyos parámetros difieren con la morosidad que se articula la ficción, a la aparición de nuevos medios de diversión y entretención, la TV, el DVD, el MP3, Netflix, etc. y etc. los multicines y al carácter de evento y producción que toma o que se tiñe todo acto cultural, respondiendo más bien al resultado fácil y a la multitud, en una suerte de epidermismo que no compromete la fibras íntimas o se ampara en la histeria colectiva; arte en serie, artistas en serie, descartables, álbumes descartables, libros descartables, de temporada como la ropa, fenómenos pasajeros, inventados y producidos al efecto, generando un descrédito que el honorable intuye como pasajero y falso, pero es lo que hay, como se dice hoy, y detrás, sin duda una concepción que evita encontrarse frente al espejo, “la utopía realizada del liberalismo”, como lo expresa la escritora y ensayista uruguaya Josefina Ludmer, ya no rige la lógica del campo literario ni el criterio de valor.
Tras todo este aparataje, también subyace una concepción ideológica sobre la lectura de ficción, que la evita a partir de su precio, de gravarla con impuestos, de volverla invisible, de ocultar e invisibilizar sus mensajes y sumirla en fanfarria y papilla chatarra, lejos, muy lejos de la sensibilidad y la inteligencia.
Por Roberto Rivera Vicencio
Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile