CAMBIOS AL PREMIO NACIONAL DE LITERATURA
La composición del jurado actual no asegura un adecuado discernimiento. El mero ejercicio de un cargo ministerial, la investidura de autoridad universitaria u otra clase de cargos, no habilitan a una persona para elegir un premio que debiera ser cuestión de especialistas, escritores en primerísimo lugar, así como estudiosos de la literatura. En otras épocas, los respetables Rectores o Ministros designaban en su reemplazo a un escritor de incuestionable trayectoria; un ejemplo de humildad y buen tino.
El ambiente de las letras comienza a inquietarse debido a la cercanía, hacia fines del año, de la elección del Premio Nacional de Literatura que, lamentablemente, solo ocurre cada dos años y en forma alternada entre poesía y narrativa, un cuestionable criterio establecido desde 1972. Podría otorgarse todos los años y en ambas menciones, por ejemplo. Y en otras menciones, ¿por qué no?
Las candidaturas, ¿por qué tendría que haberlas? Se levantan y los partidarios de unos y otros comienzan a ejercer difusión de los méritos de cada cual, hasta sacar chispas. Así se alza la polémica y se anima la competencia. La competencia propia del imperio del individualismo y la lógica neoliberal. Así ocurrirá hasta que, después de la bullada premiación, sobrevenga el largo intervalo silente que se extenderá por otros dos años.
La competencia exacerbada a la que ha llevado el sistema de otorgamiento del Premio Nacional se eleva muy por encima del natural imperio de las pretensiones personales. El reglamento -ahora existe la oportunidad de cambiarlo junto con tanto otro resabio de conservadurismo- exige la presentación de “candidaturas”, con los correspondientes respaldos de instituciones y personas. Por cierto, con acumulación de antecedentes, respaldos de toda clase de instituciones, certificados, premios, variadas listas de méritos.
El reglamento de postulación contiene elementos claramente excluyentes, igual como ocurre con las becas y los fondos concursables (donde se ha generado la existencia de especialistas en llenar los tortuosos formularios digitales cuyas probabilidades de lograr éxito son considerables). Hay muchos notables escritores que no poseen las competencias para hacerlo; tendrían que pedir ayuda para llenar formularios complejos y extensos. O que no se atreven a hacerlo.
En otras épocas, remotas y extrañadas, se hacía cargo un jurado ilustrado –compuesto básicamente por escritores y estudiosos de la literatura nacional- quien decidía, con prescindencia de cualquier tipo de candidatura oficial, en función de los méritos de la obra, quiénes podían ser merecedores del galardón y después de intensas (y por cierto normales) discusiones llegaban a un acuerdo. Este hecho ha sido relegado al olvido, igual que la premiación anual (no cada dos años, como ahora).
De otra parte, la composición del jurado actual no asegura un adecuado discernimiento. El mero ejercicio de un cargo ministerial, la investidura de autoridad universitaria u otra clase de cargos, no habilitan a una persona para elegir un premio que debiera ser cuestión de especialistas, escritores en primerísimo lugar, así como estudiosos de la literatura. En otras épocas, los respetables Rectores o Ministros designaban en su reemplazo a un escritor de incuestionable trayectoria; un ejemplo de humildad y buen tino.
Con excepción del periodo de la dictadura militar, antes de 1973 los Premios Nacionales tendieron a otorgarse a escritores con evidente abundancia de méritos. En Chile sobran buenos escritores: hay bastante más que los premios existentes. La lista de los premiables no galardonados es al menos tan extensa como aquella donde figuran los laureados. El otorgamiento del Premio cada dos años ahonda esta brecha.
En nuestro pequeño país los estímulos para la creación literaria son menguados y cualitativamente pobres, reducidos en lo que se refiere a rango, variedad y alcance. Esto no implica ignorar los esfuerzos realizados principalmente por el Consejo del Libro en cuanto a premios y becas, pero estamos lejos de haber alcanzado un estado satisfactorio.
La historia literaria de un país debiera ser algo más que una amorfa suma de individualidades hipertrofiadas. Mientras se llevan a cabo las campañas de rigor y se yerguen las candidaturas ilustres, debiéramos pensar en cómo reconocer tanto talento literario que surge. Buscar formas nuevas: premios comunales, regionales, becas, talleres en las escuelas y liceos. Alentar a jóvenes y viejos escritores, hombres y mujeres, donde sea que se encuentren. Dar un espacio en las comunas a la creación de una memoria de los oficios, la gastronomía, la vida, estimulando una escritura de lo propio para entender que todo esto es parte de la cultura. Que la escritura y la lectura sean parte de una conversación con la vida propias y la de los demás Desterrar el olvido y la soberbia. Estimular el desarrollo de la creatividad y el goce de la lectura.
Si un país tiene buenos escritores, el estado debe hacerse responsable de que sean leídos. Mientras más y mejores escritores tengamos, mientras más leamos todos y más libros haya en las bibliotecas, más ganaremos en lo colectivo. Un país que lee es un país que piensa. Un país que escribe, uno que crea y se desarrolla.
Diego Muñoz Valenzuela/Letras de Chile