ANDRÉS SABELLA
Si se requiere precisar los símbolos de Antofagasta, la capital nortina, la respuesta no demora. Es casi instantánea. La Portada, el Cerro del Anclan y el Reloj de los Ingleses.
No es difícil precisar las razones. El monumento de piedra saluda desde el mar al visitante. El Ancla fue seña decisiva para que las naves desde tiempos lejanos arribaran a puerto seguro. El reloj desde la Plaza Colón no solo reproduce la melodía del Big Ben londinense sino que sus notas fueron inmortalizadas también en el vals de Armando Carrera con el nombre de la ciudad.
Sin embargo, muchos añaden un cuarto símbolo, identificado con la árida urbe que continúa con su crecimiento superando los rigores del desierto. Y ese símbolo adicional es humano. Andrés Sabella Gálvez, el poeta del Norte Grande en una definición que no abarca todo lo que fue en sus 77 años de vida. Porque su huella está fresca en el recorrido amplio de su poesía, de su novela, de sus ensayos, de sus columnas periodísticas, de sus dibujos, de su docencia académica, de sus charlas espontáneas en cualquier esquina de su Antofagasta que algún amigo o conocido o un simple transeúnte lo detuviera…
Amigo de todos, Andrés anticipó la Navidad en su familia al ver la luz el 13 de diciembre de 1912. Un grupo de esfuerzo, encabezado por un joyero palestino, que le formó en principios de justicia y solidaridad desde pequeño y le abrió las puertas del naciente Colegio San Luis donde recogió las enseñanzas de sacerdotes alemanes que dieron vida al ahora centenario establecimiento. Y bautizó años más tarde a sus exalumnos como “antofaluisinos”.
Compartió aulas con Radomiro Tomic que derivó en una amistad sólida que se prolongó al terminar preparatorias y humanidades –en la nomenclatura de ese entonces- en las pensiones de la capital adonde arribó en pos de un “cartón” de abogado que nunca llegó. Una universidad en provincias ni siquiera era un sueño en esos años.
La noche santiaguina le entregó sus embrujos, se entendió de maravillas con la bohemia que le cogió en sus redes y la ilusión universitaria quedó a mitad de camino… Tiempo en que nada le fue extraño. Si hasta en una tarde de deportes, acudió a ver a sus coterráneos y como faltaba un corredor para la posta de 4×400, saltó de la tribuna del Estadio Militar a la pista para completar el cuarteto sin temor a la exigente vuelta. Un hito que recordaba entre orgullo y carcajadas. “No podía dejar a Antofagasta sin participar”, explicaba.
Retornó a la tierra para comenzar a entregar lo que había recogido en su incesante diálogo con libros de todo orden y estilos que forjaron su incipiente vocación de escritor. Ya su campo de acción en los dominios de la literatura se había ampliado sin límites. Y se transformó en un entusiasta adherente a cualquier iniciativa antofagastina con decisión y generosidad.
En paralelo, su producción como escritor iba creciendo, paralelo a su fama. “Rumbo indeciso” fue su aporte inicial en que dudó de su eco como tal. Pero “Norte Grande”, su novela sobre la vida inclemente de los trabajadores del desierto y el abuso de las empresas foráneas, fuer su patente como hombre de letras de primer plano. Aparte que el título sirvió como definición de la zona árida que veía como la riqueza metalera de sus cerros y de sus tierras era utilizada por otras banderas, propietarias del capital para su explotación. “Norte Grande” fue y es un canto al proletariado chileno recibido entre aplausos y críticas.
Enumerar todas sus obras no es tarea de estas líneas pero no se puede dejar de mencionar “Vecindario de palomas”, “Dura lanza”, “Chile, fértil provincia”, “Canciones para que el mar juegue con nosotros”, “El mar tiene veinte años” que encontraron acogida en diversos sectores ciudadanos. Obviamente, su fama dejó atrás el sol nortino para llegar a la capital con reconocimiento amplio, pero el Premio Nacional de Literatura, al que muchos le postularon, se encargó de esquivarle con habilidad futbolera. “Andrefagasta”, como le llamaba su amigo Pablo Neruda, no tuvo acceso a la distinción que merecía en justicia.
Más, Andrés proseguía en su quehacer multifacético. La apertura de la Escuela de Periodismo en la entonces Universidad del Norte lo convirtió en un preclaro docente, admirado y seguido por varias generaciones que supieron de la amplitud de sus conocimientos y que egresados y titulados continúan definiéndose como “sabelianos” en su homenaje y en su recuerdo como forjador de juventudes. Sin embargo, no todo fue dulce bajo el manto universitario. Durante la dictadura militar fue exonerado por sus años de militancia juvenil en el Partido Comunista. Alejado forzosamente, retornó en gloria y majestad a sus clases con la democracia y la Universidad reparó la injusticia, enfatizando se condición de hombre de letras y de paz, nombrándole “Doctor Honoris Causa”.
Los años transcurrieron mientras Andrés con espíritu joven parecía no sentirlos y acrecentaba su producción. Participaba en la Hermandad de la Costa, promotor e incansable animador de sus encuentros. Su columna en El Mercurio de su tierra era imperdible. Mientras “HACIA” La Tierra / El Hombre / La Poesía, publicación de su propiedad, se encargaba de trascender mensualmente los afanes literarios y temas inquietantes para los nortinos. Junto con ese esfuerzo, Andrés nos otorgaba el privilegio a quienes compartíamos su amistad de enviarnos para las fiestas de fin de año, sus dibujos de trazos rotundos con el infaltable deseo de ”plenitudes”.
Con su espíritu de siempre Andrés, en agosto de 1989, viajó a Iquique, invitado a participar en actividades comunitarias. Allí, el 26, la muerte, como muchas veces impensada, nos arrebató al poeta que bautizó al “Norte Grande”, que hizo de la palabra su arma fraterna y de la amistad, una devoción.
Humberto Ahumada Acevedo, “Tito Norte”
Premio Nacional de Periodismo Deportivo 2016