Andrés Pérez tejedor de la seda
A veinte años de conmemorarse el fallecimiento del director, actor y bailarín Andrés Pérez, una de la figuras más trascendentales del teatro de los últimos cuarenta años, mi padre me pide escribir a mediados de diciembre de 2021 un texto que lo homenajee, sabiendo que su trabajo me ha fascinado como espectadora y que persisto en terminar una tesis sobre él, a la que vuelvo permanentemente. La premura de fin de año y las elecciones presidenciales –donde se jugaba y se sigue jugando todo– no me dejó concentrarme en esta tarea, aunque sí me hizo transitar por la memoria, mi memoria, la de la dictadura, la de Andrés Pérez. Acudí a ciertos textos periodísticos y académicos que se han escrito sobre él y su proyecto teatral, confrontándolos con mis recuerdos, con la experiencia de haber sido espectadora de sus obras. Me quedo con la sensación de que nada de lo escrito logra hacerle justicia, porque presenciar cualquiera de sus obras era entrar en un tiempo otro, ver la transformación del espacio con recursos mínimos, que hacían del gesto y de los actores un acto significativo clavado en la retina.
Andrés Pérez, en una entrevista en Off the Record (programa de televisión en que se invitaba a personajes de la cultura nacional), utilizó la metáfora de la seda, que recupero para este texto, para señalar que cuando el recurso no existe (la seda) es el actor quien lo trae a escena.También criticó la ausencia de políticas teatrales y que, como el Estado no se ha hecho cargo y no ha apoyado a los artistas en la gestión de nuevos espacios, son ellos mismos quienes deben generar los recursos, con “otras maneras de hacer la seda”.
Primera escena
Habré tenido trece años, cuando mi profesora de castellano nos llevó a ver ¡Lautaro! Epopeya del pueblo mapuche (1983) de Isidora Aguirre. Bajo la direción de Abel Carrizo, Andrés Pérez interpretaba precisamente a Lautaro, la destreza física, la coreografía y todos los elementos escénicos hacían de ese montaje un acto de resistencia. Andrés Pérez, armado de un coligüe volaba por los aires –había sido discípulo de Bunster en la Escuela de Danza de la Universidad de Chile– y se enfrentaba a las huestes españolas que utilizaban anteojos oscuros al estilo de la CNI (Central Nacional de Informaciones), aparato represivo que se creó una vez disuelta la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional). Ir al teatro en esos “tiempos del asco”, tomo la expresión de Stella Díaz Varín, era un acto militante, un acto de resistencia.
A principios de los años ochenta, Andrés Pérez formó junto a otros actores y actrices la compañía de teatro callejero TEUCO (Teatro Urbano Contemporáneo). Bajo la consigna de que “hemos estudiado para ser actores. Necesitamos y queremos hacer teatro, como seres humanos necesitamos realizarnos y no tenemos salas. Entonces… a la calle”. A la calle en dictadura, con todo lo que eso significaba. Dice Pérez: “Para mí la esencia del teatro callejero es que hay un llamado a repensar nuestro espíritu, desde los actores y hacia el público. Esto no es un arte para que la gente se acomode en el sillón. Si en la calle hablamos de dolores y horrores, hay un llamado a detenerse”.
Segunda escena
En el verano de 1986-1987, me tocó presenciar Todos estos años, en las faldas del cerro San Cristóbal, en el bullente barrio Bellavista. Este espectáculo callejero, montado sobre un andamio como escenario, estaba constituido por diversos relatos de lo que había pasado durante la estadía de Pérez en Francia. Gran parte de la compañía Teatro Callejero, que se reunió para la ocasión y con quienes se había formado en la Universidad de Chile y trabajado en el TEUCO, constituyó luego el elenco de La Negra Ester. Sin ningún guión dramático o narrativo y solo bajo la consigna “todos estos años”, los actores fueron encontrando al “payaso” que llevaban dentro. De ahí que más que un teatro de imágenes –característico de su primer período de teatro callejero–, la búsqueda fuera el de un teatro de personajes. La obra inicia con los actores sobre los andamios y algunos en zancos, cantando De cuerpo entero de Violeta Parra. El uso de pancartas, sirenas, sonidos de metralla, inscribían la obra en el contexto político. Estos recursos contribuían a acentuar el efecto satírico de la obra –que recorrió poblaciones emblemáticas de Santiago–, al mismo tiempo que la inscribían en el contexto político del país, en el que ya se negociaba la democracia. En este montaje, Pérez reeditó su experiencia con el TEUCO y, al mismo tiempo, empezó a diseminar los conocimientos de su estadía en el Teatro del Sol.
Un año después, habiéndose transado el devenir político del país y negociado el plebiscito de 1988, Pérez junto a un contingente de más de cien artistas de todas las áreas hacen la intervención Sí/No en el parque Bustamante. Sí/No puso en juego no tan solo la encrucijada del plebiscito, donde el pueblo chileno debía elegir entre la continuidad de la dictadura o la transición hacia la democracia, sino, sobre todo, la historia de la violencia fundacional de nuestro país. Esta acción performativa ponía en jaque la contingencia con la reflexión acerca de la injusticia que permitió ese momento histórico, que se relaciona, por una parte, con haber arrasado el proyecto emancipador del pueblo chileno –el gobierno de la Unidad Popular–, con el brutal golpe militar y con los consecuentes 17 años de dictadura–, y, por otra, con las condiciones sociales, políticas y económicas que imperaban previamente.
Tercera escena
En 1988, Andrés Pérez es invitado a dirigir La Negra Ester –basada en las décimas de Roberto Parra–, que constituyó una obra emblemática de la escena nacional, tanto así que se habla de un antes y un después de La Negra Ester, pues marcará los modos de hacer y concebir el teatro, un teatro popular en que se juegan concepciones éticas, políticas y estéticas: “Nuestro concepto del teatro popular contemporáneo pasaba y pasa por toda la estructura del teatro, desde su producción, el lugar donde debía hacerse, el espacio escénico, precio y entradas, talleres de estudio en los lugares en que nos presentábamos, integración del entorno a la atmósfera de la obra”, nos dice Pérez. Esta historia de amor, que transcurre en un prostíbulo del puerto de San Antonio enamoró al público. Recuerdo que asistí a una de las funciones cuando la obra se había trasladado de Puente Alto a la terraza del cerro Santa Lucía. Entré a la carpa semicerrada y vi a los actores maquillándose a plena vista del público. La ilusión teatral se quebró desde el primer momento y fue reconstituida cuando empezó la obra, trasladando a los espectadores a un mundo nunca antes representado, con música en vivo sobre el escenario. Aconteció la vida y la alegría en esas horas cautivas, que permearon mis pupilas por mucho tiempo.
Para Pérez la experiencia teatral es fundamentalmente gozosa: “Yo diría que lo popular me es propio por pertenencia. Es ahí donde gozo lo más y lloro lo menos” nos dice, como principio de producción que convierte cada espectáculo en una fiesta y, según Brecht, reír a carcajadas donde uno debiera llorar y llorar a gritos donde uno debiera reír. Las obras de Pérez se convierten en tragedias contemporáneas, en que –desde la mirada del sujeto, íntima y encarnada– se visibiliza la historia de un país, aquella historia silenciada, omitida y eludida por el discurso oficial. La historia de un burdel, la violencia terrateniente, el fondeo de maricones son hitos que se espacializan y nos entregan una mirada diacrónica del devenir de la democracia en Chile. La Negra Esther, hito que instala al director en la escena nacional, es una fiesta amorosa en el contexto de la campaña del No, El desquite, ya en plena transición lo consagra y La huida, su última obra, un tanto autobiográfica, lo sepulta como agente cultural que no cede ante la espectacularización de la producción artística y que, por lo tanto, es incómodo para la oficialidad cultural. No llamó la atención que su último montaje no fuera bien recibido por la crítica, porque instaló en esa democracia pactada el tema de los detenidos desaparecidos como la gran deuda del Estado chileno. Tampoco llamó la atención que después de ese montaje, le quitaran las Bodegas Teatrales de Matucana 100, como antes le habían quitado el teatro Esmeralda y otros espacios a los que les dio vida. Andrés no fue querido en vida por esa ofialidad, la misma que después de muerto, cuando lo transforma en ícono.
Escena posible
Tú sabes que no se los llevan a ninguna isla, ¿verdad? Tú sabes que los suben a un barco […] Tú sabes que […] los lanzan al mar y ese mar que tranquilo nos baña se los traga. Y ahí van ellos, con sus tacos altos de cemento desatando sus mordazas, agitando sus brazos con esos pañuelos, bailando la última patita de una cueca no deseada. (Andrés Pérez, La huida).
A dos años de la revuelta del 18 de Octubre, con los estragos de la pandemia y tras un proceso eleccionario difícil, este diálogo de La huida, donde Joaquín describe el destino de los homosexuales durante la dictadura de Ibáñez del Campo al tarareo de un tiqui-tiqui-ti, mientras sostiene en su oído un caracol que le trae el sonido del mar, el mismo que en 1976 devolvió el cuerpo de Marta Ugarte, sigue estando vigente. La cueca, los pañuelos-mordazas que se agitan y levantan, los tacos altos de cemento, y su destino, el fondo del mar. El aquí y ahora de la escena de Pérez en La huida –montada en la bodega central de los Galpones Teatrales– y el espacio en que acontece muestran la pátina del tiempo que ha ido sepultando las huellas de rebeldía, que se agitaron nuevamente en la fiesta popular que fue la proclamación de nuestro nuevo presidente. En esa alegría, alivio, esperanza de la noche del 19 de diciembre, mientras el amigo presidente citaba al compañero presidente, en medio de la fiesta que aconteció en la Alameda, vi en cada sujeto, en cada performance, en los colores y vestimentas la fiesta necesaria, la fiesta rebelde y crítica, la fiesta que nos dejó Pérez en cada uno de sus montajes, porque ese día lloré cuando debía reír. Ese día fue posible porque, al igual que Andrés, no teníamos nada y lo hicimos todo.
Lara Hübner González
Reseña biográfica-artística:
Andrés Pérez nace en Punta Arenas en 1951. En 1964 se traslada a Tocopilla, donde ingresa al Seminario de la Sagrada familia. Posteriormente, en 1971, entra a la escuela de teatro en la Universidad de Chile, debiendo abandonar sus estudios tras el golpe militar. En 1975 vuelve a la universidad. En 1980 funda el Teatro Urbano Contemporáneo (TEUCO), con el que realiza montajes callejeros. En 1983 funda la Compañía Teatro Callejero, el mismo año es becado por el Instituto Chileno Francés para integrarse al Théâtre du Soleil. En 1986, dirige la obra callejera Todos estos años, que recorrió Santiago, especialmente las poblaciones. En 1988 dirige la performance callejera Sí/No y el mismo año funda la Compañía Gran Circo Teatro, que monta La negra Ester, basada en las décimas de Roberto Parra. En 1990 dirige Época 70: Allende, estrenada en Zürich. En 1992 dirige Noche de Reyes y Ricardo II, además de Popol Vuh. En 1995 dirige El desquite de Roberto Parra y la Consagración de la pobreza de Alfonso Alcalde. En 1996 dirige La Pérgola de las flores de Isidora Aguirre. En 1997, Tomás de Malucha Pinto y Sueño de una noche de verano. En 1998 dirige Madame de Sade de Mishima, que se estrena pocas semanas después de la versión de Rodrigo Pérez. En 1999, Nemesio Pelao, ¿qué es lo que te ha pasao? de Cristián Soto. En 2000, Voces en el barro de Mónica Pérez, Visitando el Principito, basada en el texto de Saint-Exupéry y Chañarcillo de Acevedo Hernández. En 2001, dirige, actúa y es diseñador escénico de su obra La huida. Muere en enero de 2002, en el Hospital San José.