Los escritores opinan

SEGUNDA JORNADA SIMPOSIO DE LITERATURA

Ponencias de Eva Débia, Lila Calderón y Jorge Calvo

¿CÓMO LLEGUÉ A ESTA PONENCIA?

De Eva Débia

Quisiera partir esta presentación pidiendo de antemano disculpas; por lo general no suelo hacer presentaciones escritas, pero si hay algo que ha caracterizado estos últimos meses de pandemia en los que estamos insertos, es la volatilidad de memoria y concentración. El teletrabajo, el estrés, las preocupaciones de la vida personal y muchos factores variopintos, pero en similar tenor, tienen mis neuronas un poquito agarrotadas y algo sobreexigidas.

Sigo pidiendo disculpas porque tengo la absoluta y contumaz certeza de que tanto Lila como Jorge, ambos connotadísimos escritores y talleristas de remarcable trayectoria, tienen muchísimo más que aportar a la mesa que este destartalado amago de escritora.

Con la sumatoria de perdones repartidos y con toda cautela, debo confesar además que estoy nerviosa: es primera vez que participo en una actividad de la Sociedad de Escritores de Chile y, más aún, de un simposio, así, a secas. He tenido la fortuna por los distintos vericuetos del camino periodístico, de participar y aún de exponer en distintos podios, nacionales e internacionales, pero las primeras veces generan ese dolorcillo de estómago que tan bien le hacen al quehacer intelectual y a las artes todas. Espero estar a la altura y, si el asunto finalmente no resulta, los asistentes sabrán (confío) excusarme con generosidad.

Y partimos.

Desde niña supe que la literatura y yo caminaríamos por un sendero compatible. Desde que aprendí a leer, los libros fueron mi refugio, mi consuelo, mi vía de escape y mis mejores vacaciones; el apodo de “ratón de biblioteca” me lo gané temprano en el colegio, al tiempo que ganaba concursos literarios escolares cuando todavía estábamos en dictadura. Quiso el capricho del sendero que, para llegar a tomar las letras con ambos brazos, pasara primero por la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, desde donde salí corriendo porque soldado que arranca pronto sirve para otra batalla. Así, me fui derecho a periodismo, porque la rigidez de los códigos no me dio otro aliciente que enormes dolores de cabeza y grandes crisis existenciales.

El cariño por la enseñanza vino aparejado con el amor a las letras, y a las comunicaciones. Es una tríada que no he podido diferenciar a lo largo de mis poquito más de cuarenta de años revoloteando en este planeta. Era común que en tiempos de colegio terminara resumiendo, en el recreo anterior a las pruebas, las distintas lecturas obligatorias a mis compañeros, quienes en ronda tomaban apuntes mientras me paraba al centro, desarrollando todo el histrionismo posible para diferenciar a cabalidad los protagonistas de sus adversarios. Tuve la pretenciosa patudez de resumir Cien años de soledad y El Quijote en escuálidos 15 minutos para la ávida audiencia. En retrospectiva, esa hazaña no podría repetirla hoy, que los he remasticado tanto que sólo mencionarlos se me hace una madeja gigante de contenido con mil hebras sueltas.

En tercer año de universidad, ya con los dos pies en el mundo del periodismo, y situándome fascinada en la versatilidad que entrega tener ese famoso “océano de conocimiento de un centímetro de profundidad” (como se ironiza sobre el oficio), comencé con el proceso de las ayudantías. Tuve el honor de colaborar con maestros de distintas disciplinas: el psicólogo Luis Alfonso Inostroza, la lingüista Patricia Lattapiat, el educador Fulvio Ciaffaroni Jara, y el periodista, antropólogo y escritor, quien en el camino se convirtió -además de referente- en entrañable amigo, Sergio Badilla. Cada conocimiento se amalgamaba, en este entendimiento prístino de que la búsqueda de los saberes (sobre todo al alero del humanismo) se entrelaza como un tejido intrincado y hermoso, con un nivel de interconexión que sólo puede sumar y sumar maravilla y lucidez.

Si bien llevo más de una década en el mundo de la docencia, ya no como ayudante sino como académica de planta en distintas instancias de educación superior, el mundo de los talleres (sobre todo los talleres vinculados al mundo literario) me llenaba de un vértigo que he ido trabajando a punta de porfía, porque para porfiada e insolente, no me la gana nadie (frase que mi madre viene repitiendo desde que tengo uso de razón, a veces con orgullo y otras con franca impotencia nomás).

El acto de arrojo que necesita saltar al precipicio con los ojos cerrados, con toda esta patudez mencionada de creerse conocedora de un oficio o una técnica, es de una irreverencia máxima. Pero si hay algo que nos dejó el estallido de octubre es el sentido urgente e imperioso de colectivo: juntos podemos más.

No estoy diciendo nada nuevo; lo del divide y vencerás lo tuvieron claro un montón de personalidades a lo largo de la historia: Sun Tzu, Julio César, Maquiavello y Napoleón en su minuto; por desgracia, pareciera que hoy la premisa sigue con una vitalidad espantosa.

Como sociedad se nos olvida ese poder maravilloso que entrega el colectivo, el trabajo conjunto, colaborativo. Después de tantos años metida en las aulas, habiendo decidido perfeccionarme incluso en el tema, estudiando una especie de dos por uno en materia de postgrados con un máster que suma comunicación y educación, he conseguido dimensionar que soy yo la que más aprende a la hora de generar instancias reflexivas en torno a personalidades diversas, pero con intereses en común.

Generalmente es el acto de retroalimentación lo que más conocimiento produce, más allá de enumerar citas, cifras o –me pongo a tiritar de puro recordar mis tiempos en derecho-, artículos e incisos. Hacer talleres es, por extensión, un poquito más de lo que les comento. Nada mata más la imaginación y la habilidad reflexiva de la diversidad, que la mera memoria mecánica.

Es que la memoria ha de tener otro tenor, un tenor de contexto. Por eso tal vez algunos insisten en mirar la historia en menos, igual que a la filosofía. Ilusos. Eso es quedarse en la mera forma, con la rotunda incapacidad de dimensionar el fondo. Porque de nada sirve aprenderse las fechas de las batallas si no se entiende por qué se ha luchado en cada una de ellas. Tampoco es válido aprenderse los nombres de los presidentes y su orden, si no somos capaces de identificar los grandes procesos sociales entre los flujos administrativos de cada uno. Lo he visto en distintas generaciones de estudiantes, que llegan con vacíos profundos en tópicos culturales; es la interconexión, finalmente, la que genera esa capacidad de asombro y fascinación constante que -muy por debajito, y a veces en voz alta- nos hace exclamar lo que dice el rostro de televisión Juan Andrés Salfate… “¡Todo calza, pollo!”.

Y por supuesto que todo calza: sin haber ingresado al colectivo de autoras chilenas, que me cambió el mundo por tantísimas razones, no podría haber terminado de consolidar este sentido de vocación que suma comunicación y docencia con la literatura. La generosidad absoluta de mis compañeras, el trabajo sororo de sumar y no entendernos a nosotras como competencia sino como riquísimo complemento, me mantiene en una explosión de necesidad constante, urgente, hiperactivo (y por ello, también hiper disperso).

Vuelvo a lo que nos convoca: ¿cómo fue que llegué a esta ponencia? Pasa que este año, movida precisamente por este sentido de generar instancias de colaboración feminista, tomé valor y he desarrollado talleres de manera compulsiva. Primero en la biblioteca pública Pablo Neruda, de Recoleta. Allí, en el verano, hice dos sesiones de Talleres urgentes, para dialogar en torno a feminismos y microrelatos. Algo similar hice justo la semana antes de encerrarnos por el coronavirus en la Universidad Abierta de la misma comuna, que tiene tantas y tan necesariamente prolíficas actividades de difusión cultural. Compartir con cientistas políticas, psicólogas, dueñas de casa, estudiantes de matemáticas, sociólogas, profesoras de educación diferencia, secretarias (algunas de las mujeres valiosas que en estos momentos recuerdo ahora) me ensanchó el alma y me dio más bríos… pero claro. El coronavirus nos pegó un portazo y nos congeló todas las planificaciones posibles.

Había que reorganizarse rápido porque, como la sapientísmima Pía Barros ha señalado, parte de los efectos del confinamiento es hacernos creer que estamos solos, aislados, que nadie nos contiene. Teniendo claro que la presencialidad no era una alternativa, la planificación de instancias de taller online abrieron un camino nuevo. Otro más, en este recorrer vertiginoso y apasionante.

Y claro. Había que echar mano de lo conocido y lo importante. ¿Qué nos motiva hoy, en qué podemos ser un aporte? Seguir la senda de las grandes es, tal vez una urgencia no reconocida lo suficiente. Por eso apareció el taller La insolencia de escribir, para pensar desde este hoy con ochos de marzo multitudinarios y multicolores y con estallidos sociales plagados de dignidad y cansados de inequidades, a las grandes figuras femeninas literarias de nuestro país, dentro de la poesía. La Díaz Varín, la Wilms Montt, la Ladrón de Guevara y por cierto, la única grande y tan pero tan nuestra, Gabriela Mistral.

Compaginar la experiencia de esta urgencia de registro que tenemos los periodistas con este hoy apandemiado en el que estamos insertos, me tiene trabajando con un grupo tremendo de mujeres en torno a otro taller, esta vez de crónica, parodiando un poquito al maestro Gabriel García Márquez, que dice que la crónica no es otra cosa que un cuento que pasó de verdad. Generar reflexiones en torno a cómo se escribe y se cuenta el hoy, toda la inmensidad del hoy que estamos pasando, generando fotografías de instantes simbólicos desde lo cotidiano, es un desafío en el que se puede reflejar la magia. Hoy es más importante que nunca escribir, porque la escritura es memoria y lo repetiremos hasta el cansancio. Hasta que se nos grabe, como las tablas de multiplicar cuando éramos chicos. Como les comentaba hace unos minutos –espero no haberlos aburrido con tanta dispersión-, nada sacamos repitiendo las manipuladas y contradictorias cifras del coronavirus ya sea a nivel nacional o global; es la armoniosa sumatoria de los detalles la que nos permitirá, más adelante, dimensionar los efectos de lo que hoy tenemos frente a nuestros ojos.

Muchas gracias a la Sociedad de Escritores de Chile por esta fecunda instancia. Muchas gracias a los oyentes que no cayeron desmayados con este soliloquio desordenado. Muchas gracias a mis queridas compañeras de camino, por la enorme confianza en esta tallerista loca y un poquito destemplada a veces. Soy yo quien más aprende, con cada sesión de taller, y por eso estoy eternamente agradecida.

Desde la incertidumbre existencial cubierta por el celofán de la pandemia

Muy buenas noches, agradecida por la invitación de La Sociedad de Escritores de Chile, a participar como panelista en el Primer Simposio de Literatura Chilena en tiempos de Pandemia.

El tema que nos convoca hoy está centrado en la reflexión sobre La labor del tallerista en su aproximación a la literatura. Pero específicamente en esta contingencia pandémica y de cuarentena sobre cuarentena encadenada, cuyo fin no se avisora. La literatura sigue siendo la misma y los asistentes a los talleres se inscriben y buscan guías, manifestando hoy un conjunto de intereses similares para los cuales se convocaban en talleres presenciales con el fin de acercarse a la escritura y la lectura. El problema que hizo la diferencia en estos últimos meses y nos ha obligado a replantear la forma de relacionarnos, a pesar de su gravedad, en lugar de silenciarnos con un cese de funciones, huelga de la creatividad o paro de la imaginación por la persistencia del Covid-19 con su amenaza de muerte inminente, el instinto feroz de supervivencia existencial como un fuerte oponente nos ha llamado a resistir y buscar escudos trascendentes en la lengua madre y su poder creador. Y el fruto es el verbo, que en el principio era la acción.

Y verbalizando, actuamos más allá de nuestra presencia, mientras respetamos los interminables protocolos para poner obstáculos al contagio. Así nos vemos impelidos a desafiar la desoladora ausencia de nosostros, de mí, de ti, de ellos, de la humanidad que tiene tanto que decir y que gritar en calles, plazas, muros y campos todos de la vida.  Así se conforman a capella nuestros coros desde todos los rincones del mundo para asumir el canto al intentar la catarsis en esta tragedia colectiva. Y todo nos lleva a imaginar respuestas para derrotar a la esfinge, porque la mudez no es buena compañera. Y para dar con la salida, la literatura es una puerta y la palabra es la clave. ¿Y si no ha sido así a lo largo de la historia, entonces de qué estamos hablando?, hemos muerto por decir y no decir. Y hay que asumir el reto, alguien espera una señal al otro lado de la ventana, desde donde se abre el taller laborioso con toda su biblioteca virtual.

Hay formas, métodos y aristas que se conjugan en esta situación tan singular que estamos viviendo y que cambia el diseño del diálogo, la configuración del paisaje narrativo, el espejismo de la atmósfera poética, el soplo que atraviesa la superficie vidriosa para atenerse a un tiempo de respuestas que puede parecer un oráculo o una profecía incipiente, un poema que se levanta, tanteando la maleza bajo la alfombra o las abstracciones que no aclaran la bruma, de manera que comentaré el ejercicio de taller hoy desde mi experiencia de poeta en pandemia, en la modalidad online. Porque ahora vivo y pienso online y sé lo que es dejar de estar presente para ser una escritora ausente, pero online monologante o telepática, verbalizando el día a día. Ese es el espectro del tallerista que se levanta por la mañana, revisando el correo, los foros, los textos, sugiriendo bibliografías, proponiendo cambios en los desenlaces flojos que no llegan a puerto o enseñando a deshojar un poema con demasiados pétalos porque no puede alzar el vuelo. También para contactarlos con personajes que quieren escapar de su destino  ficcional como en “Niebla”, de Miguel de Unamuno, o los que están atrapados, envejeciendo en una pintura como Dorian Gray, de Óscar Wilde. O corriendo libre por los páramos de Emily Bronté, quizás viviendo la cuarentena en un cuarto propio, una montaña mágica, o entre las sábanas gastadas de una casa familiar, como Gregorio Samsa. Tal vez huyendo de todo límite como “Orlando”, de Virginia Wolf, o esclavizada en el abuso y el maltrato como Celia en “El color Púrpura”, de Alice Walker, entre tantos otros ejemplos. Y cómo no recordar juicios legales a autores por sus personajes femeninos, tal es el caso de Gustave Flaubert por su novela “Madame Bovary” considerada obscena en la sociedad de la época. El abogado y fiscal del imperio, Ernest Pinard expresó, en 1857, que esa obra era “un afronte a la conducta decente y la moralidad religiosa”.

Y a propósito de castigos sociales, basta mencionar a la escritora Teresa Wilms Montt por rebelarse contra el papel de la mujer como madre y esposa relegada al hogar.

Así revisamos también en los talleres algunos juicios, censuras y condenas a obras, autores, editores, impresores y personajes. Actualmente imparto seis talleres, cada uno de dos horas semanales y estamos en este proceso desde fines de marzo.El punto de partida con cada grupo fue similar. Se estableció con curiosidad desde el primer crujido de la llave en la cerradura, hasta iluminar la puesta en escena misma desde el interior de mi casa y de mi mente, o al revés, el orden de los factores no altera el producto. Abrí esa doble puerta con la sensación de que invadiría la intimidad del otro-otra-otre y sería conquistada por ellos, sin alternativa.

Tenía poco dominio de la plataforma Zoom y traté de prepararme siguiendo tutoriales y haciendo pruebas de voz, grabaciones para ver encuadres, puse fondos virtuales que titilaban como neones, cortándome por rebanadas a medida que me movía o acomodaba, así que los descarté luego de la primera sesión para no perjudicar la estabilidad de la comunicación. Aunque igual era interesante y me seducía. Era como la “Jirafa en llamas”  de Dalí, en la caverna de Platón.

No dejaba de pensar que sería un momento único y que podía durar mucho tiempo y eso me hacía pensar en la construcción de la cita, que se iniciaría a veces con una sonrisa a ciegas.  Pero a pesar de todo había mucha esperanza, porque el fin era algo tan serio como la literatura, y había que inspirarse. ¿Y cómo hacerlo, cómo inspirar a otros desde el revés de la pantalla o del espejo?, y especialmente ¿cómo saber cuál es el revés y si hay simetría en una relación de cuerpos asimétricos? Hay que romper el silencio y atravesar la distancia para proponer una relación literaria, humana, creativa desde la incertidumbre existencial cubierta por el celofán de la pandemia. Pero tenía la certeza de que no dejaría a la muerte venir a amedrentarnos con gestos de amenaza.

Y entré a cara descubierta a una actividad compartida que parecía normal, sin mascarillas. El problema surgió cuando ante mí encontré avatares y recuadros negros que no existían en los talleres presenciales. Algunos de los participantes se oponían a estar ahí, a mostrar sus habitaciones, pasillos o paredes con las enredaderas de las habichuelas mágicas trepando hasta el cielo raso. Entonces, la fórmula que les acomodaba era proponer un enmascaramiento  virtual. Eso no fue un problema para mí y no me detuvo ni incomodó. Realizo talleres de narrativa desde hace más de veinte años y esto me ha permitido conocer historias, personajes, seres que se presentan en cuerpo y alma dada la naturaleza del encuentro que generalmente se extiende un semestre. Pero también los hubo quienes eligieron acercarse con sus máscaras y atavíos del personaje que creían ser o querían ser. Sin embargo, todos buscaban llegar al mismo camino de la creación, solo que a veces lo hacían en trance y eso nunca es motivo para discriminaciones, porque finalmente pocos pueden dar con su código genético, su matriz generadora o el árbol genealógico correspondiente a una sola especie, ya sea roble o aracucaria, sauce llorón, pino, eucalipto o cedro, sin saber hasta qué profundidad se extienden sus raíces. Pero todos seguimos preguntándonos de dónde y hacia dónde y por qué vamos o venimos, y lo peor, por cuánto tiempo. Y el tallerista sabe que tampoco conoce las respuestas y eso es fascinante, toda una aventura a compartir, sosteniéndose en aquellos referentes literarios, relatores, poetas, dramaturgos, comediantes, narradores utópicos o distópicos que escribieron antes o para después, porque en la creación el tiempo no significa nada. Y hoy estamos en este tiempo que no significa nada, porque está debatiéndose sobre las arenas de una nueva dimensión y hay demasiada oscuridad.

Entre los problemas frecuentes del taller online, para no salirme del tema con los estímulos del agujero negro lleno de imanes, también se repite el exponer a los habitantes del hogar en su quehacer diario, se oyen diálogos del teatro del absurdo en escenas sorpresivas que dejan sillas vacías y voces off, apariciones de hijos o madres preguntando por objetos perdidos o reclamando porque nadie ha ido a comprar el pan. Los micrófonos encendidos se parecen a los drones espías, porque mientras los participantes leen sus trabajos permiten una doble exposición y el consiguiente  aviso de “mutearse” por parte de los demás  asistentes que quieren proteger la intimidad del otro, otra, otre. Que luego se deshace en disculpas o prefiere abandonar la sesión. Suele suceder que se oiga la ronda centrífuga de una lavadora o el funcionar de electrodomésticos varios. También citófonos que anuncian la comida preparada o el cobro de los gastos comunes que está impago. Niños que pelean porque no saben responder sus tareas y su madre está ocupando el único computador de la casa. Personas que no podrán seguir asistiendo, porque resultaron positivos a la PCR y la fiebre les están cerrando la puerta. Ladridos y maullidos de las mascotas también son habituales. Y crisis de pánico, miedo a quedar en blanco cuando suenan las sirenas de incendio. O suspenso limítrofe desborde de la realidad como me pasó a mí cuando supe por el WSP del edificio que don Vicente, nuestro querido conserje, había muerto por Covid, ese día.

Porque aquí tenemos un espacio virtual-vistual donde nos vestimos en el aire, pero con temor al temblor de tierra, a quedar varado, a caerse de internet, a permanecer  eternamente en sala de espera o a escribir y registrar las emergencias en el secreto colectivo del chat como si estuviésemos en un reality, porque parte de la ceremonia incluye la grabación audiovisual para enviarla después a quienes no lograron entrar o tuvieron un corte de luz. El hecho es que hay un camino, una ruta que abordar, un proceso que dejará obra, huellas como migas de pan sobre las que es posible devolverse ante el desencanto del paisaje o el agotamiento en el errar. Todo es literatura y todo es acuerdo de palabras, jugar con las posibilidades del lenguaje, sus piezas, herramientas y códigos. Y tenemos un acuerdo que es parte del programa de una carrera en un instituto, universidad, colegio, fundación, centro cultural en su programa para tercera edad o adultos que quieren terminar su proceso de escritura para cerrar sus memorias, su bitácora de viajes, sus crónicas testimoniales en el ejercicio de la profesión sea la medicina, el periodismo o la magia. Y algo nuevo aparecerá mientras se escriba. El taller es la caverna donde estamos pintando entre todos una trama virtual, surfeamos de link a link buscando referentes, concertando redes que nos enseñen a no caer, leyendo textos que flotan en el espacio con las voces que nos cuentan cómo sobrevivieron a las dictaduras, a las guerras, a la trata de personas, a los holocaustos. O murieron y quedaron bajo la nieve o en una fosa sin nombre, seres que nos hablan sobre las pestes, las traiciones, los dolores, los amores, el grito ante un disparo directo al corazón contra el arrebol sinfín de un femicidio.

La palabra es refugio y liberación, luz que marca el camino y sus sombras. Estamos encerrados pero conectados. Y la proliferación de talleres literarios a través de las plataformas virtuales así lo muestran. Es inevitable registrar y registrarnos, así sea dentro de la pesadilla colectiva o del barco cibernético con sus micrófonos encendidos y una galaxia palpitante de fondo. Un taller literario online es como entrar a la jaula de Prevért, sin saber si cantaremos bien o mal, pero escribiremos con nuestras propias plumas nuestro nombre en un rincón de la pantalla, asumiendo que compartimos un efímero “no lugar”, pero podemos constatar desde la inmensidad del Ser, que la literatura es un territorio sin fronteras como la vida misma. Y aquí estamos, conversando sobre el plan de cada día.

Lila Calderón, 30 de junio 2020

Talleres Literarios
en condiciones de pandemia.


LA LIBERTAD DE ESCRIBIR

de Jorge Calvo

Buenas tardes a todos y, quiero agradecer en especial a la SECH que en las actuales condiciones nos brinda la posibilidad de reflexionar sobre la pandemia y la literatura. Considero un honor participar y sobre todo en un tema tan cercano como talleres literarios. Llevo más de cuatro décadas participando en talleres.
Participe por primera vez en los talleres de la UEJ en marzo de 1976 y luego, como alumno he asistido a talleres de Lafourcade, Edwards. Rosasco, Nicanor Parra, con Martin Cerda muchos años. Y, Poli Delano cuando regreso del exilio en 1984.  También he conducido talleres literarios y, he podido observar que básicamente la función de un taller responde a dos preguntas centrales: sobre qué escribir y cómo escribir.

¿Sobre qué escribir?


Un texto correctamente escrito, para que además consiga entretener, seducir y, en último término, fagocitar al lector, debe ser verosímil. La verosimilitud literaria nace -como lo señala Hemingway- de observar atentamente la propia experiencia y luego trasmitirla insuflándole una pizca de emoción; que el lector agradece.
 Y, no importa demasiado el género dentro del cual escribamos: puede ser fantástico, real maravilloso, ciencia ficción, de terror o policial porque el mundo narrado se sostiene inevitablemente en raíces que el autor conoce. Más específicamente en aquello que conocemos a través de una experiencia o una observación directa.

Respecto a ¿cómo escribir?


Para abordar este aspecto en profundidad debemos comenzar diciendo que existe una completa ausencia de recetas. Aprendemos mediante la lectura y- de observar ciertas constantes- que asoman en los cuentos que nos dejan los grandes maestros y que -al interior del taller analizamos- para familiarizarnos con nociones como intensidad y tensión. O, como sostiene Piglia: para constatar que muchas veces un cuento es dos cuentos -un relato de superficie, anecdótico y otro invisible, subterráneo que cuando irrumpe carga de significado el cuento: sucede que se escribe sobre una cosa para en realidad hablar de otra. Y, además prestar oído a la opinión de los colegas –aunque Lacan señala que lo que uno dice no es jamás lo que el otro entiende– de todos modos, necesitamos saber cómo se percibe lo escrito. Qué entienden. Y. que sugieren nuestros compañeros.  Finalmente, así como a caminar se aprende caminando a escribir también se aprende escribiendo.

Esto es lo que sucede en un taller en condiciones de normalidad. Por tanto, la interrogante que nos ocupa a continuación es -si las condiciones que enfrentamos hoy de pandemia, cuarentena y encierro obligado prolongado, ¿influyen de algún modo? Y, en tal caso, ¿cómo influyen?

Circunstancias actuales

Albert Camus, un autor que escribe sobre este tema en su novela La peste, y que es uno de los principales exponentes del existencialismo del siglo XX, sostiene en un artículo que la circunstancia del ser humano solo puede ser de libertad y si no lo es entonces su circunstancia es mala. En síntesis, la libertad es uno de los bienes más preciados que poseemos, nos permite elegir alternativas de acción, actuamos en el entorno: esa es nuestra principal característica. Para eso planificamos, calculamos, hacemos proyectos, anticipamos acciones futuras, somos seres en movimiento y con programas. Desde que apareció el Corona virus, hace ya 127 días. en Chile hemos tenido que ir confinándonos a una suerte de parálisis. Cada día suena con mayor fuerza la idea de que tendremos que permanecer bastante tiempo encerrados:  No podemos salir a la calle, no podemos actuar. Nuestros proyectos se han desplomado o -como los osos- hibernan en un congelador fuera del tiempo. Encerrados en casa, a través de la ventana, observamos la ciudad, visión apocalíptica de calles desiertas. Mundo fantasma: Pareciera que nada existe. Entonces a dónde se dirige la mirada: Al interior de nosotros mismos.

Lo que veníamos escribiendo en los últimos días del estallido, se focalizaba en actividades exteriores, talvez ambientadas en un mall, un Gym de moda- O, se escribía sobre alienígenas, crecimiento interior o simplemente sobre cosas mínimas: literatura minimalista. En fin. Cualquier cosa aquello fuese de pronto pierde fuerza, cede terreno, se desploma y queda tirado junto a todos los otros proyectos. Qué hacemos: Miramos hacia dentro, aparece el niño que fuimos. Surge la infancia, los seres queridos y perdidos, la memoria, las heridas aun sin cicatrizar. Son noches de insomnio, recorriendo el largo laberinto de espejos, el viaje del héroe, al interior de sí mismo. Porque la luz no se obtiene de figuras luminosas, se arranca de la oscuridad interior. Es entonces que vuelven a oírse las voces de los viejos escritores Dostochevsky y Los Endemoniados, Joyce, Faulkner y el Sonido y la Furia, son un coro de dolor, literatura que nace de los profundos abismos e la experiencia.

De cara a la pantalla del computador nos detenemos a pensar que el Corona virus también le ha extendido certificado de defunción a la literatura light o ligera. Mientras desde afuera la muerte nos mira a través de la ventana. Y aguarda.

¿Cambia lo que escribimos entonces?

En la actualidad trabajo con 4 talleres, uno de ellos suma 16 integrantes, otro 14; y una constante comienza a perfilarse en el trabajo realizado semana a semana, a lo largo de estos 120 días: emerge el dolor, ya sea que se trate de un pie forzado o un tema libre, se despliega el sufrimiento, la evocación de circunstancias o episodios de la vida; lo que perdimos, lo que añoramos, lo que quizá ya no podremos conseguir. Comprobar que estamos solos, somos convalecientes de una enfermedad que jamás tuvimos y nuestros textos se detienen -como una linterna- sobre aquellos episodios que resucitan. Al parecer algo ha estado funcionando mal y, la necesidad de continuar representando en este baile, nos hace mantener la máscara pegada al rostro: sí. Si. Estamos bien, a fin de cuentas, el show debe continuar…

Algo ha obtenido la pandemia, hacernos tomar conciencia de que estamos solos y no tenemos el control.

La voluntad de crear y expresarnos es más potente.

Encontramos una plataforma llamada zoom, existen otras, hangouts, meet. Fijamos día y hora, y un grupo nos conectamos en línea. Somos un taller. Nos vemos por la pantalla, como estampillas en un álbum filatélico, leemos, analizamos, discutimos.
      Aquí estamos. Continuamos escribiendo.
      Sin importar lo que suceda.
      No dejaremos de escribir.

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