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“Los Vagabundos de la Última Avenida”

  Rubén González L. Ediciones Kultrún. 2007. Fragmento de la novela págs. (159-163).          

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“En los edificios de la ciudad cada día era idéntico al anterior y al siguiente. Los están llevando para sanarlos —decían en aquel tiempo. Algo los contagió y somos responsables de curarlos, de impedir que los demás sufran el mismo síndrome. Si nos retrasamos, si confiamos en que sanarán por su cuenta, será que habremos esperado en vano. Lo más preocupante, lo más terrible, es que muchos no saben del contagio, del peligro de ser contagiado sin darse cuenta.

 Y se avisó por diarios, radios, canales de televisión y en carteles ubicados en lugares neurálgicos.

 La autoridad— así se denominaba— la autoridad informa a los ciudadanos que la temida plaga del contagio estaba más extendida de lo que se creyó hasta ahora. Pero nuestros especialistas ya se encuentran abocados a controlar nuevos brotes. Debemos advertir que muchos de los ciudadanos —las personas— no saben, no se han percatado del peligro. Es a ellos que llamamos para acudir a los centros de fumigación, inmunología y tratamientos de urgencia para ser protegidos, para sanarlos. En vehículos, día y noche. En sus viviendas, en plena calle o al interior de sus lugares de trabajo, donde sea necesario acudir, allí estaremos.

 Y — continuaba la advertencia — todos somos responsables de contribuir a la derrota de la plaga. Cada uno de nosotros debe informar a las autoridades acerca del menor síntoma que surja en domicilios, en algún vecino o pariente, colega de labores o condiscípulo, particularmente en las universidades, donde se ha comprobado casos entre académicos, funcionarios y alumnos. Lo primero que debe hacerse es aislar a la persona contagiada o de la que se sospeche alguna sintomatología. Y se debe dar cuenta de inmediato a las autoridades.

 El párrafo final era el más curioso.

 Decía el párrafo final: Los ciudadanos que informen a la autoridad acerca de alguien tributario de la plaga, serán protegidos. Sus grupos sanguíneos y adeenes permanecerán en la más absoluta privacidad. Quien informara —entonces— pasaría a ser privilegiado.

 Y remataba: Lo más sano es que cada uno sospeche de quien está a su lado y lo observe, así como debe observar toda compañía, amistad o sospecha de relación con otros. Lo más sano es —desde este momento— sospechar de todos y dar cuenta a la autoridad.

 Los sacaban desde viviendas, lugares de trabajo o los atrapaban en plena calle. Vamos

—es por tu bien— les decían. Y se producían los traslados desde barrios periféricos al mismo tiempo que desde pequeños poblados aledaños. También hubo que emplear vehículos grandes, camiones, buses cerrados, debidamente acondicionados cada uno de ellos. Y llegaban hora tras hora y día tras día, a este recinto o el siguiente. La información a los familiares debía ser ambigua. Porque no sabemos con certeza cuán contagiados están.

 —Si insisten en preguntar, díganles que aquí no los hemos traído. Nadie los ha traído— Fueron las instrucciones.

 Y continuaron llegando en la extensa campaña de sanación. Al comienzo se creyó que sería cuestión de unos días, un par de semanas, a los sumo. Posteriormente, cuando transcurrieron meses y meses, después de responder con frías evasivas, todo atisbo de amabilidad desapareció.

 —Si los trajeron seguramente se debió a que presentaban los síntomas—. Escuchó la anciana y se retiró con enormes dudas. Su hijo mayor siempre se había demostrado saludable.

 ¿Cuándo enfermó que ni siquiera yo pude darme cuenta? —Se preguntaba.

 Por calles secundarias, caminos rurales, recintos de fábricas y colegios, desde edificios de departamentos, clubes deportivos, centros de vecinos o sedes sindicales, desde tantos y tantos lugares llegaban los vehículos con su cargamento de enfermos. Ellos —los transportados— no entendían cabalmente los diagnósticos ni reconocían la sintomatología que —les aseguraron— presentaban. Y mientras debían permanecer en observación, tratamiento intenso o espera, en cada una de las viviendas, lugares de trabajo, centros de estudio, en algún recinto por el que alguna vez anduvieron de paseo, la vivienda de algún pariente o vecino, cada uno de los lugares en que habían dado algún paso en sus vidas, fue visitado por los fumigadores.

 —Bajo sus camas o dentro de un mueble es probable que se oculten bacterias— Aseguraban a los perplejos habitantes del lugar.

 Y cual manto de hielo que de pronto surge desde la nada, desde entonces y para siempre, cada uno de aquellos lugares que habían constituido el escenario —habitual o transitorio— de sus vidas, fue rodeado por una atmósfera de inquisición.

 —Es por el propio bien de tu padre— dijeron a unos niños que temblaban aferrados a la madre, mientras volcaban todo al interior de la modesta vivienda.

 Quienes no los conocían demasiado, o —lo que es peor— aquellos que por alguna razón se convencieron de que verdaderamente había un extraño aroma emanado desde la oficina, vehículo, parcela, vestuario del vecino, colega —pariente en algunos casos— subordinado o superior en el lugar de trabajo, de pronto afirmaron que —efectivamente— aquel colega, ese vecino de toda la vida o éste compañero de estudios, sufrían de algún mal que los hacía reconocibles ahora en la difusión masiva de los síntomas del contagio.

 Y fueron decenas, cientos y miles en cada rincón del territorio que sumaron sus afirmaciones, entregaron antecedentes, colaboraron en la enorme campaña de sanación.

 Ellos, mientras tanto, algunos al menos, creyeron que se trataría de una simple vacuna o un examen nada más. Otros —sospechosos que de todo desconfiaban— se resistían a ser empujados dentro de vehículos y debían ser atrapados a la fuerza. Los transportaban atados de pies y manos —para evitar su huida y el contagio de otros— fue la explicación.

 Un número impreciso de casos irrecuperables fue exterminado.

 Pero, siempre aparece el pero, hubo algunos que deseaban jugar al amor y se ocultaron.

 Fueron ellos quienes supieron preocupados acerca de los tratamientos aplicados en recintos especialmente habilitados (los tradicionales no dieron abasto) de la forma en que los especialistas inquirían detalles para establecer la forma precisa en que cada uno fue contagiado.

 —Debes decirnos si has notado esto en algún amigo, un familiar tal vez, posiblemente un vecino o colega de trabajo— Si colaboras con la campaña de salvación te recuperarás más pronto y —esto era lo mejor— pasarás a ser protegido.

 Quienes no entregaban los detalles solicitados debían soportar un tratamiento especial. Y las secuelas los acompañarían por el resto de sus vidas. Parte importante de ellos —cual efecto retardado— logró recuperar la motricidad de sus miembros y extremidades para desplazarse sobre su propio abdomen, como debía ser en un futuro cercano.”

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