Don Severo
“No hagas a otros lo que no quisieras que te hagan a ti…”
Por Edmundo Moure
23 de septiembre 2016. Aniversario 43 de la muerte de Pablo Neruda
En 1952, cuando había yo cumplido recién los once años de vida, mis padres decidieron ampliar la casa de Ñuñoa, sita en Exequiel Fernández 690. La prole había crecido con la desmesura propia de un vigoroso gallego emigrante y de una chilena de acendrada tradición católica. “Vendrán los hijos que nos dé Dios” parecía ser el lema tácito, acorde con los rígidos códigos de la moral imperante. Nuestro padre, Cándido, era lo que se llamaba un librepensador, republicano irreductible, algo blasfemo y comecuras. “Cagarse en la hostia” y otras parecidas imprecaciones reafirmaban quizá, a la manera española, una vieja fe, tan asumida como contradictoria, puesto que el blasfemo es una suerte de creyente al revés… No obstante, en casa prevaleció el criterio de madre Fresia, en cuanto a la educación, y todos fuimos a colegios católicos, en los que la religión era cátedra imprescindible de “formación valórica”, como afirma mi buen amigo Robinson Vera Calderón.
Hubo que construir un segundo piso, con dos amplios dormitorios, una sala de estar y un baño. Éramos siete hijos y Beatriz –la bella Beatriz, desde que Dante inmortalizara la hermosura del nombre encarnado en su paradigmática amada- arribaría a este mundo en junio de 1952. Vivía con nosotros la abuela Fresia, así es que en la mesa solíamos sentarnos doce, trece o catorce comensales, incluyendo al infaltable tío Clemente, que nunca le trabajó un día a nadie, pero que vivía como perfecto caballero hidalgo, a la vieja usanza hispana de despreciar el trabajo y la manufactura, propios de villanos. También contábamos con tío Adolfo, el segundo hermano de mi madre, mayor que el tío Mario cura, cuñado de sotana de mi padre, cumpliéndose así la manida “ley de Murphy”… Cuando alguien preguntaba a Cándido gallego:
-¿Cómo está la familia?, la respuesta era una sola, elocuente y gráfica: -Todos comiendo…
Y vaya, aquello no era asunto nimio.
Para llevar a cabo la necesaria ampliación, hubo que reubicar a los mayores de la prole (Don Miguel de Unamuno decía que “los pobres son los propietarios de la prole”; ¿y los ricos?, ya se sabe), en casas de parientes y amigos de la familia.
A mí me correspondió cobijarme, durante dos o tres meses, en casa de don Severo Valderrama y de su esposa, doña Auristela (la tía Auri), donde vivían también sus hijos, Severo, mi tocayo Edmundo y la dinámica Sarita.
Don Severo no hacía honor a su nombre, ni por su físico más bien esmirriado ni por su carácter, bondadoso y acogedor. Era entonces subdirector de Ferrocarriles del Estado (cuando existían los trenes, a lo largo y ancho de Chile, antes del progresivo desmantelamiento originado en el gobierno militar-derechista y consumado en la administración del neoliberal “socialista”, Ricardo Lagos). Don Severo pertenecía al Partido Radical, por aquel entonces la primera fuerza política de esa democracia singular que los radicales fundaron en este país, que comenzó a hundirse en los 70, para ser aniquilada sin misericordia, por la dictadura, hasta su recuperación parcial, aún no establecida por completo (Constitución espuria del 80, mediante), luego de un cuarto de siglo de pujos y estertores varios.
Don Severo era masón y humanista laico. Su regla de oro conductual: la que consigno en el epígrafe, tan sencilla en la expresión como difícil de aplicar: No hagas a otros lo que no quisieras que te hagan a ti… Cuando le pregunté por el autor de la sentencia, me respondió que era anónima, nacida tal vez en los albores de la Revolución Francesa. Él me introdujo en algunos autores literarios que no se leían en mi casa, como Lafayette, Francisco de Miranda, Bolívar, Garibaldi, Bakunin (¿quién lo diría?), y el mismísimo Winston Churchill; asimismo Romain Rolland, con su inolvidable novela iniciática (en el proceso creativo del arte, entiéndase) Juan Cristóbal, que me revelara don Severo, leyendo en alta voz algunas de sus mejores páginas, mientras disfrutábamos la sobremesa. Era un hombre de vasta cultura libresca, muy preocupado de la correcta expresión del lenguaje oral y escrito. Mientras él me instruía en los rumbos de la gramática, doña Aury reforzaba en mí los buenos modales en la mesa (he sido más constante y aprovechado en lo primero).
Don Severo convenció a mi padre para que yo estudiara las humanidades en el Liceo Experimental Manuel de Salas, colegio gratuito y de excelencia, que estaba bajo la tuición de la Universidad de Chile. (Tuve de profesores, entre otros ilustres, a Roberto Parada y a María Maluenda, cuando a los educadores podíamos calificarlos de maestros). Mi madre aceptó la propuesta, no sin antes apostillar:
-Lo único que me faltaba: tener un hijo ateo y comunista.
Hice buenas migas con Sarita y juntos caminábamos, todas las mañanas, las doce cuadras hasta el colegio. En esas aulas, libertarias para la época, descubrí mi incipiente vocación literaria; participé en los talleres literarios del colegio y gané un concurso de cuento del primer ciclo de Humanidades. Contraviniendo las admoniciones maternas, dejé de ir a misa los domingos, obligación sine qua non en aquella casa donde ambas Fresia –madre y abuela- velaban por el mantenimiento de una fe que en mí iría deteriorándose, paulatinamente, hasta morir en los ámbitos del colegio Don Bosco, en Gran Avenida. Bien se dice que los más conspicuos ateos o agnósticos se forjaban (¿se siguen forjando?) en los colegios confesionales del catolicismo militante.
Don Severo nunca me habló en contra de la religión, que seguramente detestaba en su encarnación institucional. El proselitismo invasivo vino siempre de la otra vereda, aunque mitigado por el anticlericalismo escéptico de mi padre, que solía inquirir al tío cura:
-¿Qué tal anda el negocio, Mario? ¿Dejan buen dinero las beatas?
El tío cura sonreía, tolerante y pacífico, pero nuestra madre Fresia reaccionaba, indignada ante esas provocaciones, tan insidiosas como rústicas, aunque el gallego Cándido nunca las profiriera en presencia de mi abuela, mujer virtuosa y de acendrada fe apostólica… Un buen vino solía reunir a ambos cuñados en el eclecticismo de la mesa.
Don Severo procuró sí atraer a mi padre a la masonería, sin conseguirlo, pues nuestro progenitor era renuente a todo tipo de cofradía, como no se tratase de sus grupos de pesca y caza. Algo de eso heredé, tal vez, como revulsivo natural ante los dogmas y consignas con que todas las confesiones, sean religiosas, laicas o ideológicas, procuran coartar la esencial libertad humana, para transformarnos en borregos al servicio de los varios poderes del reino de este mundo.
También me inició don Severo en los avatares de la propaganda electoral, durante aquel año 1952. De puerta en puerta, Sarita y yo repartíamos volantes del candidato radical Pedro Enrique Alfonso, que se esperaba sucediera a Gabriel González Videla, el nefasto promulgador de la “Ley Maldita” (“Ley de defensa de la democracia”) que, establecida bajo presiones del gobierno de los Estados Unidos, en plena era del macartismo, pondría fuera de la ley al Partido Comunista, la colectividad que hiciera posible la elección de González Videla. No era la primera ocasión de flagrante intervencionismo, ni sería la última en esta orgullosa y larga patria…
El poeta Pablo Neruda, otrora generalísimo de la campaña del enriquecido político serenense, fue una de las víctimas predilectas, como puede apreciarse en el reciente film de Pablo Larraín, Neruda, que ya hemos comentado, según recordarás, caro y paciente lector.
Además del entonces “nuestro candidato”, postulaban el militarote Carlos Ibáñez del Campo, el socialista Salvador Allende (en su primera de cuatro postulaciones), y el conservador (momio de la época) Arturo Matte (sí, claro, uno de los principales dueños del fundo llamado Chile)… La verdad es que a Sarita y a mí no nos trataron muy bien los vecinos de Ñuñoa. El creciente desprestigio, fruto del consabido desgaste de tres períodos de gobierno, afectaba a los radicales, a lo que se sumaban casos de corrupción y nepotismo –el célebre “cucharón” y la frase plasmada en la revista Topaze, donde un radical manifestaba a otro, que era funcionario:
-“Compadre, no quiero que me den… Póngame donde haya…”
Aunque quizá ese nivel de componendas y acomodos nos parezca hoy un juego de niños, ante la generalizada y transversal corruptela.
Recuerdo que don Severo conversaba con mi padre, diciéndole que era poco factible que triunfara Ibáñez, porque había sido un dictador, tristemente célebre por el extrañamiento de sus opositores y por el asesinato vil de muchos homosexuales. Cándido le retrucaba:
-Amigo Severo, este país carece de memoria histórica… Capaz que salga elegido este milico que escondió el sable y ahora enarbola la escoba, supuestamente para “limpiar” Chile.
Don Severo se equivocó. Carlos Ibáñez del Campo fue elegido con el 47% de los votos. Un buen resultado entre cuatro candidatos. Por primera vez, en su breve historia republicana, votaron las mujeres (ciudadanas solo desde 1949), y la tendencia del sufragio femenino fue, como cabía esperarse, más bien conservadora.
Don Severo y mi padre solían comer en los estupendos clubes radicales, otra vívida expresión de una democracia real, porque allí se comía y bebía bien, por módicos precios… Estos recintos funcionaban a lo largo y ancho de Chile; algunos –poquísimos- existen todavía, como el club social de Vallenar y, creo, el de Coquimbo. Yo los conocí al promediar la década del 60, cuando comenzaban a desaparecer, como la frágil democracia que casi todos hemos contribuido a menoscabar, con distintos pretextos o intenciones.
Me gusta recordar; este es el ejercicio clave de la literatura. Y aunque a algunos les cause escozor, seguiré abriendo los cofres de la memoria, porque, como dijera el poeta Aristóteles España:
-“Hemos sido escritos sobre la tierra con sangre, para no olvidar”.
Hoy, entre los nombres del septiembre eleccionario y remoto, ha resurgido, desde cenizas y brasas vivas, el de don Severo Valderrama.