Narran Marie Curie y Wilms Montt
Por David Hevia
En cuanto técnica, la condensación sirvió a Marie Curie para concluir, el 20 de julio de 1898, que la presencia de sustancias trescientas veces más activas que el uranio solo podía significar el hallazgo de un nuevo elemento. Así, desde el miserable laboratorio de París, lejos de su tierra natal, ella y Pierre Curie escribieron: “Si la existencia de este nuevo metal se confirma, proponemos llamarlo polonio, por el nombre del país de origen de uno de nosotros” (Pierre Curie y Marie Curie. Comptes rendues, 127, 1898). El mismo procedimiento, sin embargo, permitió a la científica identificar, a comienzos de diciembre, un elemento que multiplicaba por novecientos la marca del uranio, de modo que el radio, que elevaba a la gloria a su descubridora, reducía casi al olvido aquella sustancia con que quiso honrar a su patria. La condensación, a decir verdad, era también la gran virtud narrativa de la joven investigadora, cuya pluma había crecido leyendo a Jean de La Fontaine, Heinrich Heine y Fiódor Dostoievski, fijando más tarde en los parajes las sensaciones que llevaba a la página. En julio de 1896, luego de examinarse como la primera de la clase para enseñar en una escuela secundaria de muchachas, su recompensa fue viajar a Auvernia pedaleando con Pierre. De esos tiempos, uno de los recuerdos más vívidos que retrató fue el de un instante en que, “rezagados al atardecer en las gargantas del Truyère, nos atrajo un sonido musical que se apagaba en la distancia: una canción que procedía de un barco que se deslizaba corriente abajo”. Acto seguido, el relato monta capas sucesivas, cada una blandiendo una imagen más sintética que la anterior, hasta el punto en que, al rematar, la idea de paz parece un estallido: “Como habíamos planeado mal nuestras etapas, no pudimos regresar al alojamiento antes del amanecer. Nos encontramos con algunos carros cuyos caballos se asustaron a la vista de nuestras bicicletas, lo que nos obligó a cruzar los campos de labranza. Luego tomamos la carretera, a través de la alta meseta, bañados en la luz irreal de la luna, mientras las vacas de los prados que atravesábamos se acercaban a contemplarnos seriamente, con sus grandes ojos tranquilos” (Ève Curie. Madame Curie, 1938).
Una impronta análoga asoma bajo el puño de Teresa Wilms Montt en Cuentos para los hombres que son todavía niños, y que publica en Buenos Aires, en 1919, bajo el seudónimo de Teresa de la. El breve volumen —el último que saliera de imprenta en vida de la autora— se vale de la secuencia narrativa para conducir al lector a una cosmovisión que instala el revés de la trama exactamente en la medida en que el relato deviene condensación de la imagen, es decir, poesía. De esa manera, por ejemplo, en la primera de las ocho fábulas, Mahmú, donde la narradora protagonista conversa con la muñeca cuyo nombre da título a la historia, la humana describe así la atmósfera del acontecer: “Nieva; el cisne, caballero del invierno, deja las heladas plumas de su pecho en mi balcón”. En efecto, la mujer de la ficción no puede desentenderse de la poeta que allí escribe, y hasta tal límite ella no es ficción en esa historia, que la muñeca la interpela explicitando el nombre de la autora. “—Oye, Teresita —me interrumpe Mahmú—, las otras muñecas ¿pueden hablar como yo?”, pregunta la pequeña efigie “soñada bajo la influencia del hachís”. Lo que sigue es ese in crescendo de la síntesis que solo puede resolverse en la explosión de la imagen. “—Sí, Mahmú, las que han sido compradas para niños”, contesta la interlocutora. “—¿Cómo son los niños?”, insiste la figurilla. “Ah! Tú no puedes imaginarlo, Mahmú. Ellos son poetas vírgenes”, responde la dueña de esa fantasía. En tanto, en Caperucita Roja, otro cuento del mismo libro, la escritora mezcla desde el inicio las versiones que del clásico hicieran Charles Perrault y Jacob y Wilhelm Grimm, y tal ejercicio de condensación escala un peldaño cuando la autora, relatando que la adolescente posa los labios en las ondas del río para agradecer el placer que le brindaba, califica de “musical el chasquido de aquel beso” y habla de “humana fiera” para definir al lobo, porque —termina— “Caperucita amaba”. Curie se vale del paraje para la narración como de esta Wilms Montt a la hora de poetizar.