Escritor del Mes

FF.CC.

Chile es un país construido a ambos lados de la línea férrea. De su fuerte esternón de acero le sale el costillar de los ramales, y en el pecho árido y caliente del Norte, el esternón se adelgaza hasta la trocha angosta, como si el pitazo del tren se convirtiera en un silbido.

Los Ferrocarriles representan un factor de tanta importancia dentro del cuadro nacional, que Oscar Schnake, el celebrado político socialista de los tiempos del Frente Popular, que hoy pasea su enigmática cabeza de pianista por entre los naranjos frutecidos de Asunción, del Paraguay, cada vez que se trataba de organizar un nuevo Gabinete decía la frase sacramental: “¡Hay que nombrar un ferroviario!” Y, justamente, a raíz del golpe de Estado del 4 de Junio de 1932, se nombró a uno, singularmente adornado, que llamaba con enérgicos “chiflidos” al personal del Ministerio, y que se gastó bastante el pulgar de la mano derecha firmando decretos con las impresiones digitales.

Yo me crié con leche ferroviaria, con muchos viajes, conductores, guardaequipajes, jefes de estaciones y bodegueros. Mi padre, como artista plástico de grandes paisajes naturales, solía sacarse contratos de pintura y restauraciones de puentes, donde tenía que lidiar, arduamente, con las difíciles cuadrillas. Además, en mi familia se hablaba siempre de la “Empresa” con un gran interés, como si ésta le perteneciera. Los nombres de Bianquier, Cereceda y Monsieur Huet me eran muy conocidos, y los admiraba a través del reconocimiento de energía e incorruptibilidad que con verdadera unción les hacía diariamente mi abuelo. “No sé qué irá a ocurrir en la Empresa”, decía a veces sombríamente el padre de mi padre, y se paseaba con napoleónica preocupación, como si todos los trenes hubieran sido de él.

Así, pues, por atavismo, sigo viajando en tren cada vez que puedo, y preocupado por las cosas ferroviarias, pensando, honradamente, que lo que más añoro de mis tiempos de parlamentario no son las once de la Cámara, sino mi pase de los Ferrocarriles.

Pienso, por ejemplo, en los durmientes, que están ahí dormidos, sin despertar, con los ojos cerrados del raulí. Se me ocurre que, con los rieles y los trenes encima, estos imperturbables durmientes deben tener un sueño muy pesado.

Me preocupan hondamente esos pueblecitos inexplicables, que nunca se terminan de descubrir, que dan la impresión de aparecer más y más en cada viaje, con un letrero, que les pone título como a un libro, y con un hombre solitario en la portada, parado allí sólo para ver pasar los trenes. Estos pueblecitos, que son como de utilería, siempre me inquietan, porque aunque parezca que han sido mandados colocar junto a la vía por la Dirección de Ferrocarriles, la verdad es que si uno se baja y penetra en ellos, encuentra allí la vida, con sus divisiones, sus intrigas y sus pasiones, con sus “principales” y sus pobres, con su infaltable y siempre feliz “tonto”, y con alguna bella mujer solitaria y melancólica, que se pasa las horas mirando hacia el camino, como si estuviera escrita por nuestro gran Daniel de la Vega.

Cuando miro estos pueblecitos desde la ventanilla, se asocian en mi mente el jefe de estación y el cura, que a pesar de la diferencia de sus misiones, no dejan de tener ciertas coincidencias. Desde luego, ambos se ocupan de salvar a los vecinos del infierno, el uno tratando de conducirlos al cielo, y el otro vendiéndoles pasajes para que salgan del pueblo, que es bien sabido que, si como tal es chico, en cambio como infierno es grande. También el cura y el jefe de estación, con igual entusiasmo, tocan la campana, el uno para anunciar los trenes, y el otro para anunciar las misas. Pero donde el cura y el jefe coinciden plenamente es en esa sonrisa complaciente con que reciben los huevitos, las gallinitas y los chanchitos y corderitos con que los feligreses y los viajeros les agradecen preces y pasajes. Comete un grave error el que en un pueblo chico busca venta o posada. Hay que buscar de inmediato la amistad del cura o del jefe de estación.

Los antiguos viajes se tomaban más en serio. La gente para emprenderlos se vestía de manera especial, en tal forma que más bien parecía “espacial”, y los viajeros que modestamente se dirigían a los terráqueos Los Ángeles, en la provincia de Bío-Bío, parecían partir hacia los ángeles celestes que se queman las alas volando alrededor de la luna. Los caballeros y las señoras vestían imponentes guardapolvos de tusor. Ellos llevaban jockey, y ellas sombreros con tupido velo cubriéndoles el rostro. Además, ambos se calaban unos enormes anteojos, como los ases del automovilismo o los aviadores. Todo era una defensa contra las chispas y el carboncillo con que a lo largo de todo el viaje les iba obsequiando la locomotora, que allí estaba siempre dispuesta, echando humo en grande, con su maquinista con la mano lista para ser estrechada por la de un democrático Presidente de la República en gira de “manoseo” general por las provincias. Las locomotoras eléctricas van ahora desplazando a las a carcón, como las planchas automáticas a aquellas sopladas planchas económicas que ensuciaban divinamente nuestras camisas, y que con inimitable gracia dejaban caer una chispa furtiva sobre nuestros únicos y aterrados pantalones.

Los buenos viajeros, cuando no iban premunidos de un nutritivo canasto, debían ser diestros en el arte de engullir con rapidez. Una voz muy aperitiva anunciaba: “¡San Rosendo, veinte minutos para almorzar!” Y entonces todo comenzaba a ocurrir, como en esas antiguas actualidades de cine, o sea, en aquellas que ya dejado hace mucho tiempo de serlo, y en que todo sucede vertiginosamente. Los pasajeros bajaban del tren atropellándose, como huyendo de algo. Prácticamente asaltaban el restaurante de la estación y en un instante ocupaban todas las mesas. No había un segundo que perder. Las garzonas con sus delantales y cofias blancas, y sus caras negras, avanzaban en brigadas, con los platos desbordantes de papas fritas en alto. El reparto se hacía con regularidad automática, y los pasajeros apuraban el movimiento de las mandíbulas con unas espantosas caras de afligidos, aterrados de que el tren pudiera partir y los dejara a medio huevo.

Yo tenía la impresión, en mi niñez, de que los trenes eran gratuitos. A mi padre jamás lo había visto tomar pasajes, y seguido de toda la familia entraba en el recinto de la estación, simplemente saludando a los guardias. Luego, en el coche dormitorio, tomábamos posesión de un departamento, e inmediatamente se hacía colocar una mesita practicable. Puesto el tren en movimiento, aparecía con su gorra negra con guarda roja, de general ferroviario, el conductor, que era el Guatón Zamorano, el Cabro Millas o el Pato Guzmán. Entonces mi padre sacaba un canasto, donde otro pasajero viajaba de pavo, pero que era un pavo de verdad, asado y con unas inmensas cebollas doradas. Y aquello era la felicidad. El Guatón Zamorano hacía viajar gratis a todos los estudiantes pobres de Chile. A eso debe en parte la “Empresa” su modesta fortuna.

A veces, viajaba al Sur, sólo con mi padre, y no encontrábamos departamento; entonces nos íbamos al carro del guardaequipaje, que con su aspecto de casita ambulante ejercía sobre mí una gran fascinación. Mi padre se quedaba haciendo tertulia con el guarda, en tanto yo me acostaba en la cama de éste, y como los viajes producen un extraño efecto diurético, yo no sólo pasaba los ríos de costumbre, sino también el mío propio. Estoy convencido de que soy el niño que en Chile ha mojado más camas de guardaequipajes.

Como se comprenderá, no puedo perder mi amor por los trenes y soy un gran celebrador de los conductores, jefes de estaciones, boleteros, guardavías, camineros, asistentes, palanqueros, guardaequipajes, y de esos valerosos e increíbles hombres pequeños y desconocidos que, con asombrosa certeza y rapidez, se colocan entre dos carros que se encuentran y los enganchan-

Y cómo vamos a olvidar el coche comedor, que suprimió aquella angustia de los veinte minutos, y cuyos garzones y maestros de cocina deben haber hecho previamente un curso de equilibrismo para desarrollar sus largas faenas, superando la trepidación y el movimiento con eficacia y prontitud. Eso no lo logra uno, que por lo menos una vez en su vida ha vaciado su vino, o su sopa, o por lo menos su Panimávida, sobre el vecino de enfrente o del lado, que nos disculpa con una forzada sonrisa, mientras en el fondo hace esfuerzos por no cometer un asesinato. Bueno, alguna vez también le ha tocado a uno ser el vecino.

Lo que sí en un viaje siembre es muy temible es la aparición de ese desconocido que se siente obligado a alegrarnos nuestra soledad. Es muchísimo peor que el desconocido que busca conversación, porque a éste con no contestarle basta. Y en un viaje uno puede entretenerse solo y de diferentes maneras, como, por ejemplo, pensando con delectación en las cabriolas y en los cabezazos de las personas que se están desvistiendo en las camas altas.

Como a mi abuelo, me sigue preocupando la “Empresa”. Cuando después de una larga ausencia regresé al país, me iba a estaciones a constatar si los trenes salían y llegaban a la hora señalada, y me llenaba de inefable dicha la comprobación de la puntualidad.

Pero, de todas estas cosas relacionadas con nuestros Ferrocarriles, hay algo que nunca he podido entender. Es esa gente que mucho antes de que el tren vaya a llegar a Santiago cargan su maleta y se colocan en posición de bajada. ¡Será que temen que se les pueda ir la estación?

Julio Barrenechea

FRUTOS DEL PAIS

 Colección Historia y Documentos. Zig-Zag, S.A. 1964.

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