JUVENCIO VALLE O EL GRAN TEATRO DEL BOSQUE
Poesía y determinismo geográfico no son, por cierto, términos semejantes, pueden estar reñidos entre sí incluso. Sin embargo, al enfrentar la obra de Juvencio Valle ha sido imposible separarlo del bosque natal, de la tierra de la Frontera en donde nació y vivió el poeta hasta su primer tercio de siglo de edad. La poesía «vegetal» de Juvencio Valle ha ido creciendo como un árbol profundamente enraizado en el humus de esa zona en donde «lluvia, viento y sombra hacen la vida», pero creciendo siempre en pos de una mayor claridad, al revés de la más peculiar poesía de Pablo Neruda, en donde viven los mares grises de la costa sur, los pantanos mirando fijamente entre la selva; poesía de las zonas oscuras del alma, de la misteriosa descomposición.
Curioso destino el de la Frontera, esa zona del Bío-Bío al Toltén donde nace el primer poeta criollo de Hispanoamérica, Pedro de Oña, siglos después Diego Dublé Urrutia nuestro primer poeta nacional, y luego, tantos otros en cada generación: Neruda y Juvencio Valle, Teófilo Cid, Francisco Santana; Aldo Torres Púa, Jorge Johet, Altenor Guerrero, Alfonso Calderón, Pablo Guíñez. Teófilo Cid escribía alguna vez que el fenómeno poético de la zona era causado por su espiritualización, su ennoblecimiento por la lucha entre siglos de araucanos y españoles. Explicaciones menos metafísica sin duda podrían alegarse, pero la Frontera tiene un indudable encanto poético. Por algo Emir Rodríguez Monegal caracteriza a Neruda llamándolo «El viajero inmóvil», recorriendo el mundo, sí, pero siempre de vuelta al sur natal (por lo menos en su poesía), y por algo también Juvencio Valle en su poesía no ha dejado de cultivar el huerto que podría estar situado cerca del molino de su Villa Almagro y su Imperial natales, lugar donde asimismo levantó su casa poética ideal (véase el poema «Mi casa» aquí incluido). Sin embargo, no consideremos a Juvencio un cronista de la Frontera. En él no aparece la historia de la región, de esa transfusión de sangre que crea un otro mundo, el encuentro de las tres razas que dijera Isidoro Errázuriz, tampoco los avatares de nuestro pequeño Far West. Todo verdadero poeta tiene derecho y debe transformar el mundo, y apoyado en su visión Juvencio Valle ha tornado los elementos naturales de su ámbito originario para pasarlos por el cedazo de su lenguaje y su visión que es realmente la de una Arcadia en donde el Hijo del Guardabosque va descubriendo y recreando por la palabra con nuevo mundo.
Hermosos son los bosques que pueblan mi memoria
no he de cortar un gancho que nació con mi vida.
Así escribe Juvencio en el Umbral de su Tratado del Bosque (1932). Y en su último libro Del monte en la ladera adopta la persona del peregrino, el personaje que regresa al bosque, diciendo:
Ahora vienes de vuelta. Ay cómo vienes!
Tan lleno de avellanas, tan alta la visera,
tan suelto de hombros, tan vestido de ráfaga;
desparramado como el agua sobre la mesa;
a velas desplegadas regresas y sobrenadas,
te veo coma desembarcando de una piragua.
Juvencio Valle: poeta vegetal se ha dicho y dijimos al comienzo de esta nota. Y también es uno de los pocos poetas que mantiene su ilación con la poesía española del Siglo de Oro, el más español tal vez de los poetas chilenos. Esto lo ha señalado Alfonso Calderón en su prólogo a la Antología de Juvencio Valle (Zig-Zag, 1966), allí señala que cierta visión deleitosa de las flores, cierto retorcimiento verbal, el intento de prestigiar la vida natural vendrían de Medrano, Bocángel, Juan de Jáuregui, Espinoza. Este aserto, por supuesto, no es gratuito, y podemos ilustrarlo. Veamos una composición a dos voces:
Vestida está mi margen de espadaña
y de viciosas apios y mastranto,
y el agua, clara coma el ámbar, baña
troncos de mirto y de laurel santo.
No hay en mi margen silbadora caña
ni adelfa, más violeta y amaranto
de donde llevan flores en las faldas
para hacer las hénides guirnaldas.
(«Fábula de Genil» por Pedro Espinoza)
Y te traigo la miel para que comas,
la cebolla, el maíz, el pan centeno,
espiga que enriquece los mercados,
la aceituna española y la cebada.
De la montaña azul te traigo pájaros;
de la mar, vellocinos y botellas.
(«Canto de Amor» por Juvencio Valle, 1941)
Gran exégeta de Juvencio Valle, Mario Osses escribe en «Antropodendrismo de Juvencio Valle» (Nuestra América, julio de 1962) que «…si en nuestra lengua suprimimos a Garcilaso, no considero empresa laudable encontrarle paralelo». Y lo llama hombre del tiempo en que «el prestigio de las palabras se antepone al de las cosas». Eso en verdad suele ser la poesía de Juvencio Valle: encantamiento en que el lector debe dejarse llevar por la música, conjuros en que los versos giran a la manera de los derviches danzantes, hasta producir una suerte de hipnosis. Jorge Elliott en su Antología crítica de la nueva poesía chilena define a Juvencio Valle como un poeta puro, de musicalidad y lirismo absoluto. «Sus poemas –dice– nos recuerdan esas cortinas orientales hechas de largos hilos que atraviesan pequeñas cuentas de vidrio, porque suenan agradablemente y caen para integrar un diseño leve pero sensitivo». Sin embargo, no todo es poesía pura en Juvencio Valle. El hombre que siempre ha tenido una actitud de izquierda militante y fuera encarcelado por los franquistas en España, refleja su actitud en una poesía comprometida e incluso de encargo, sobre todo en «Nimbo de Piedra» Su poesía última adquiere un tono coloquial, y aflora un soterrado humor, hay una directa referencia a la realidad inmediatamente nuestra una sorpresiva renovación en el estro del poeta.
Al ganar Juvencio Valle el Premio Nacional de Literatura nadie pudo discutir la calidad de su obra. El premio no hizo sino refrendar un prestigio. Las voces disonantes se refirieron al contenido de la obra de Juvencio Valle, y más manifiestamente lo tacharon de irrealismo. Así Pablo de Rokha declaraba que los bosques sureños no eran los de Juvencio, y Carlos Ossa (en Punto Final, Nº12) escribió que «la poesía de Juvencio Valle, por su regreso a la Arcadia no enternece ni deslumbra a las nuevas generaciones, a los miles de hombres y mujeres que sólo han conocido un «horizonte de cemento» que se entretienen en los billares eléctricos (flippers) que tratan de comprender la guerra del Vietnam o de descifrar los vericuetos del pop–art». Citaba además a Carlos Fuentes el novelista mexicano que proclama la muerte de la «Graciosa Epifanía del Arte». Pero el que haya escritores que viven alienados por la sociedad industrial y reflejen esta alienación en su obra, no significa necesariamente que un poeta deba renunciar a la creación de su propio espacio libre, de una obra que permita a muchos respirar y vivir mejor, no como en un juego gratuito de evasión, sino como penetración en un mundo otro.
Durante más de cuarenta años Juvencio Valle ha sido fiel a la poesía, trabajo y pasión fundamental de su vida, y su conducta de poeta ha sido un ejemplo y un estimulo dentro de nuestro medio. El Premio Nacional de Literatura, distinción que no siempre es concedida en buena lid, se ha prestigiado en manos del poeta sureño.
Obra de Juvencio Valle: La flauta del Hombre Pan (1929); Tratado del Bosque (1932, 2ª edición, 1962); Libro primero de Margarita (1937); Nimbo de Piedra (1941); El hijo del guardabosque (1951); Del monte en la ladera (1960); Nuestra tierra se mueve (l960); Antología (que incluye algunos poemas inéditos), Editorial Zig-Zag, 1966, con prólogo de Alfonso Calderón.
Juvencio Valle nació en Villa Almagro, cerca de Nueva Imperial, el 6 de noviembre de 1900.
Cuatro poemas de Juvencio Valle
El hijo del guardabosques
XV
Bosque, dame las llaves de tu escondido reino;
fronda, tu vasto océano de delgadas harinas;
puelche, tu empuje frío, tu caracol sonoro;
río, tu cinturón de ceñir continentes;
noche, tus yunques fríos, tus herreros nocturnos;
cielo, tu permanente asamblea de pájaros.
Tierra, dame la fiesta de tus ardientes iris.
Topatopa, tus oros; salvia, tus azulejos;
copihue legendario, tu purpurina veste;
chico de los barrancos, tu faldellín morado;
michay de los linderos, tu tornasol celeste;
dondiego de la noche, tu medallón morada.
Lingue, dame tu sombra suave como de aceite;
patagua, tu abrevadero de ángeles y pájaros;
laurel, tus hojas de oro para ceñir mi frente;
ulmo, tu colmenar de desbordadas mieles;
coigüe, tu paragüero de horizontales alas.
Araucaria orgullosa, dame tu alta columna;
roble, tu pecho áspero de gigante y atleta;
luma, tu acero heroico; quila, tus enramadas;
boldo, para mis males, tu virginal botica;
canelo, para mis dudas, tus altares abiertos.
Temuco de la Frontera, dame tu tren llovido;
Carahue zozobrante, tus oxidadas hachas;
Villa-Almagro lejano, tus abiertos diluvios;
Boroa, las leyendas de tus vírgenes rubias;
Imperial, el tesoro de tus aguamaniles;
Budi de los suspiros, dame tu Augusto Winter.
Paisaje arriba
El sal venía en un caballo,
La luna en una burra lenta.
El caballo comía amapolas,
La burra bebía menta.
Donde pisaba el caballo
Reventaba la flor del campo
salía aceite de La tierra,
rocío virgen sobre el pasto.
Entre las patas de la burra
querían las aguas desnudarse,
porque la sombra de la luna
dibujaba lechos fragantes.
El caballo era un jardín
luciendo flores violentas
a la manera de la tierra
que le florece la corteza.
Desde la tusa de la burra
se abrían sábanas de luz,
cuando la luna galopaba
le caía una leche azul.
Caballo de oro, aquí te espero.
Enfermo estoy, burra de plata.
Tengo una copa de agua pura
atravesada en la garganta.
(1933)
Mis manos
Adictas mías, leales compañeras,
abejas sabias en jardinerías,
obreras de la luz, escanciadoras
del vino que yo bebo, golondrinas
que desde el barro levantáis el vuelo.
Sé de vuestros disgustos, prisioneras;
cabe dentro de un guante vuestra vida,
os sentís reprimidas, sin arados,
sin sol sobre la piel, sin la delicia
del rocío del alba por los dedos.
Os sentís secas como los sarmientos,
Todas llenas de arrugas, rutinarias
entre una estúpida papelería,
autómata sin alma, herramientas
sin sangre, pobres mariposas muertas.
Cómo alcanzar la miel de la manzana,
cortar las amapolas escarlatas
o sujetar las crines explosivas;
cómo arañar el cielo con las uñas
o batir palmas en el agua fresca.
Ofendidas vivís. Es tan exiguo
Vuestro universo, pálidas amiga
y tan ancha la tierra que nos llama,
y tan inmensos los trabajos de Hércules
en que nosotros nos empeñaríamos.
Mi casa
Aquí, la sal y el óleo de mi casa,
A la que siempre veo
hundida enteramente en la botánica;
mi casa estremecida,
de pasto y de madera,
fibra olorosa, elástica viruta,
mimbre de las orillas,
enredadera,
copia del paraíso.
Nido de tablas claras
construido en sosiego,
de celdilla en celdilla levantado;
de pie en esperanza,
de martillo sonoro en escalera.
Quitasol de diciembre,
oloroso a membrillos
y a almidón de la selva.
El sol enamorado,
a dulcísimos besos con mi casa
creó esta bella rosa;
dorado y presuroso carpintero,
abeja, mejor dicho,
alzó esta iglesia en pompa,
este teclado
en donde la miel como un barniz continuo
rebasa su dulzura de verano en verano.
La raíz silenciosa,
se vuelve nudo ciego con mi casa;
ella la incita a derramarse.
Lo sé de muy antiguo,
como siempre
en este bello incendio está implicada;
ella atiza desde abajo con el dedo,
la inmensa tembladera;
ella ha encendido el fósforo
de este zarzal aéreo.
La viga de mi casa
se recuesta a descansar cien años;
como pomposa reina
ella gobierna alero y tijeral,
piso y techumbre;
ella sostiene el desmayado vuelo
de mi casa en el aire.
Más que casa, mi casa es transparencia,
ventana llena de oro;
a su marco se asoma,
todavía con sueño, peine en mano,
hombros desnudos, incendiada trenza,
la aurora, mi señora.
Por el umbral propicio de mi casa
entra la vida en su florido coche,
los ulmos desbordados,
el viento en remolino.
Jorge Teillier