La tentadora de la muerte
Lilián Hirigoyen
Stella Díaz Varín, poeta chilena integrante de la generación literaria de 1950, nació en La Serena – Chile-, el 11 de agosto de 1926 y murió en Santiago el 13 de junio de 2006. Entre otros apodos, en el círculo literario donde se movía se la conocía como «La Colorina» por su fogosa cabellera colorada.
Contenido de la edición 22.07.2021
La familia de Stella pertenecía a la clase media. Desde su infancia, su padre le inculcó las ideas anarquistas. A los 21 años viaja a Santiago para estudiar medicina y siquiatría, pero no termina sus estudios. En cambio, se integró en forma activa a la Alianza de Intelectuales de Chile, que dirigía en ese momento Pablo Neruda.
En 1946 es electo presidente del país Gabriel González Videla, tras haber sido el candidato de la Alianza Democrática y obtenido el apoyo del Partido Comunista. En 1948, dos años más tarde de asumir, se aprueba la Ley de Defensa de la Democracia (conocida popularmente como la «Ley maldita»), que termina prohibiendo dicho partido, y sus miembros, entre ellos Stella que se había afiliado, son perseguidos. Un profundo odio por el gobierno la une a Enrique Lafourcade y Enrique Lihn -ambos escritores chilenos- y como anécdota pintoresca se cuenta que los tres se tatuaron una calavera en el brazo, un pacto de sangre que consistía en dar muerte al presidente que consideraban dictador.
En 1949 publica su primer libro, «Razón de mi ser«. Famosa por su carácter indomable, su voz ronca, sus grandes borracheras que la volvían agresiva hasta el punto de resolver sus altercados a los puñetazos, hablaba poco sobre su vida. Sin embargo, contó que fue violada, que tres de sus hijos murieron y que solo se casó una vez. Le sobreviviría un hijo, Rodrigo, con el que vivió hasta el final de sus días.
Fue una mujer intensa y apasionada. Se vinculó sentimentalmente con Nicanor Parra, que le dedicaría el poema «La víbora». Después, también tuvo un romance con Alejandro Jodorowsky, que en entrevistas posteriores llegó a declarar que a pesar de ser una poeta que escribió poco, resultaba todo un descubrimiento.
En 1959 publica «Tiempo, medida imaginaria«, donde incluye un poema dedicado a Neruda, escrito unos años antes para la celebración de los 50 años del poeta, ceremonia a la que fue invitada.
Mantuvo una cercana amistad con Allen Ginsberg mientras él estuvo en Chile, y al que conoció gracias a Nicanor Parra
En 1973, cuando el golpe militar, desde la ventana de su casa Stella solía gritar apoyando al Partido Comunista y exhibiendo fotos del Che, por lo que su vivienda fue allanada y ella detenida y torturada.
En 1993 viajó a Cuba para presentar en Casa de las Américas un ensayo sobre la poesía chilena desde 1898 a la fecha, incluyendo la poesía joven.
Stella Díaz Varín falleció a los 79 años y diez después de que se le diagnosticara cáncer de mama. Su velorio se realizó en la Sociedad de Escritores de Chile.
En vida recibió varios premios literarios.
En 2008 se estrenó el documental «La Colorina», dirigido por Fernando Guzzoni, donde se narra su vida y el impacto de su obra en el ámbito literario chileno. En dicho documental, Raúl Zurita dijo refiriéndose a la poeta: «La Stella es la Edith Piaf de la poesía, una que canta desnuda y se lanza con todo».
Su poesía, sugerente, por momentos descarnada, brota de su interior convulsionado y vibrante. Enrique Lihn, escritor y crítico literario chileno, prologando uno de sus libros, escribía sobre la imposibilidad de separar su vida de su obra: «La voz de Stella es fiel a sí misma».
Tal vez la mejor definición para una poesía original e intensa como la de la Colorina, sea la de Alejandro Jodorowsky: «Los seres humanos, los jóvenes, necesitan mitos. Ella es el mito de una escritora genial, y es maravilloso que exista».
Obra publicada:
Razón de mi ser, 1949
Sinfonía del hombre fósil, 1953
Tiempo, medida imaginaria, 1959
Los dones previsibles, 1992
La Arenera, 1993
Stella Díaz Varín: Poesía (antología editada en Cuba), 1994
De cuerpo presente (memorias), 1999
Obra reunida, 2011
Breve historia de mi vida
Comando soldados.
Y les he dicho acerca del peligro
de esconder las armas
bajo las ojeras.
Ellos no están de acuerdo.
Y como están todo el tiempo discutiendo
siempre traen perdida la batalla.
Uno ya no puede valerse de nadie.
Yo no puedo estar en todo;
para eso pago cada gota de sangre
que se derrama en el infierno.
En el invierno, debo dedicarme
a oxidar uno que otro sepulcro.
Y en primavera, construyo diques
destinados a los naufragios.
Así es, en fin…
Las cuatro estaciones del año
no me contemplan, sino trabajando.
Enhebro agujas
para que las viudas jóvenes
cierren los ojos de sus maridos,
y desperdicio minutos, atisbando
a la entrada de una flor de espliego
a una simple abeja,
para separarla en dos,
y verla desplazarse:
la cabeza hacia el sur
y el abdomen hacia la cordillera.
Así es
como el día de Pascua de Resurrección
me encuentra fatigada,
y sin la sombra habitual
que nos hace tan humanos
al decir de la gente.
La palabra
Una sola será mi lucha
Y mi triunfo;
Encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia.
Debes recordar
dónde la guardaste
Debiste pronunciarla siquiera una vez…
Ya la habría encontrado
Pero tienes razón ese era el pacto.
Mira cómo está mi casa, desarmada.
Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza.
Y mi huerto, forado permanente
Y mis libros como mi huerto,
Hojeado hasta el deshilache
Sin dar con la palabra.
Se termina la búsqueda y el tiempo.
Vencida y condenada
Por no hallar la palabra que escondiste.
La casa
Dejaban mi cabellera colgando desde el tronco de la
puerta como trofeo.
Sin precedente en la historia de los indios manantiales,
y una cuenca abierta, para la mirada
de los ojos indiscretos colocada a la acera del abismo…
Y esta era mi morada.
Una víbora, encerrada en la jaula,
destinada a cualquier pájaro,
y una piedra caída temporalmente desde la cima,
una piedra nómade en busca de aventuras
servía de puerta, de mesa de comedor…
Qué queréis que se haga con estos materiales.
Nada. Sino escribir poesía melancólica.
Acaso, cuando la noche
se despierte debajo de los murciélagos,
no haya otra cosa sino una sensación,
y a estas vertientes que a uno le aparecen desde el fondo
de los ojos.
No haya
sino un alud de hijos de piedra,
de hijas de agua
de hijos de árboles.
Entonces escribiré mi biografía
al uso de los poetas indecisos.
Miraré a través de una llama de cobalto
y distinguiré objetos olvidados;
como cuando dormía adosada a la pared
y todo parecía bello sin serlo.
Tomaré una de mis pequeñas flautas colgantes
y entonaré la canción del amor.
Dos de noviembre
No quiero
Que mis muertos descansen en paz
Tienen la obligación
De estar presentes
Vivientes en cada flor que me robo
A escondidas
Al filo de la medianoche
Cuando los vivos al borde del insomnio
Juegan a los dados
Y enhebran su amargura.
Los conmino a estar presentes
En cada pensamiento que desvelo
No quiero que los míos
Se me olviden bajo tierra
Los que allí los acostaron
No resolvieron la eternidad
No quiero
Que a mis muertos me los hundan
Me los ignoren
Me los hagan olvidar
Aquí o allá
En cualquier hemisferio
Los obligo a mis muertos
En su día
Los descubro, los trasplanto
Los desnudo
Los llevo a la superficie
A flor de tierra
Donde está esperándolos
El nido de la acústica.
Cuando la recién desposada
Cuando la recién desposada
desprovista de sinsabor
es sometida a la sombra.
Sí. A su sombra…
Enciende la bujía y lee.
¡Ah! Entonces no es nada
la venida del apocalipsis,
los hijos anteriores enterrados
y un hilo de sangre desprendido del techo.
No es nada ya el océano y su barco
ni la muerte que intuye la libélula
ni la desesperanza del leproso.
Cuando la recién desposada:
Ya no estaré tan sola desde hoy día.
He abierto una ventana a la calle.
Miraré el cortejo de los vivos
asomados a la muerte desde su infancia.
Y escogeré el momento oportuno
para enterrarla.
Promesa
No te preocupes
Querido niño ávido
Tendrás tu perro azul
Te lo prometo
Siempre que lo fabriquen.
Además
Te prometo un puro tiempo
para lanzar anillos de por vida
En la cercana sombra de los
parques.
Trasluz
Que se me permita mirar por la ventana
Sólo el espinazo de la muerte
A tranco largo
Mirando fijamente
A mis ojos deslucidos.
Veo la ausencia
Doblando por la esquina
La miserable luz
De los días empañados.
Muy de tarde en tarde
Algún aprendiz de hombre
Vestido de domingo.
En estas agonías neblinosas
Estoy mirando desde una ventana ajena
Tras la luz de este rincón desconocido
Desde esta ventana hacia ningún paisaje
Hueco sin distancias
Seca pupila donde no resplandece
ni el más leve trino.
Los dones previsibles
I
Eran los dones previsibles.
El espacio habitable
En una tierra
Donde a poco de hurgar
Nos entrega la cosecha
En las manos germinadas de arándanos
Estos, los dones previsibles.. .
Entonces el asombro moribundo pez
Abstracto en la dimensi6n de una sonrisa
Súbito en lo profundo del dolor
Desecha una escalera de agua.
II
Soledad vertical de cada espiga
Tiempo en el aire poblado de gestos
Por el don previsible.
III
He desposado el contorno de un rostro
0 el bello pálido de la paloma
He esperado la bandera en la luz
He viajado en la piel del mes de agosto
Hacia los crueles mundos
Donde la lágrima es apenas una promesa
He vuelto desde la noche de mis huesos
AI previsible don de la mañana
Donde la sangre no escarmienta
Al don previsible de mi lecho
Donde la ausencia tiene su cobija
Entrego mi presencia
a los sueños efímeros
Es el don previsible
Del que ha sembrado los vientos.
IV
Tú llevas una bandera me han dicho.
Si.
Tú llevas una bandera
Yo sé
Que la bandera es de un rojo profundo
Toda bandera es un rio de sangre.
V
La voluntad de latir está en el sonido
La multitud del tambor
Es la voz de la muchedumbre.
La voz del tambor
Es un corazón que late a herida abierta
En una sola instancia.
VI
Me refugio a la sombra de la percusión
Cerca de lo que atraviesa mi piel
A la orilla del contenido manantial
A la sombra de una mirada oscura
Escucho los timbales
Desde los campos muertos.
VII
Un niño ensaya su geometría
Su cósmica medida de amor
La áurea medida de todas las cosas.
Juntos
Ensayamos una sonrisa de triunfo
Oyendo las bandadas del sonido.
Todo el ritmo nos pertenece
Nuestro don previsible
Este signo
Que es un extraño signo
Entre dos signos.
VIII
Me han quitado la sombra
El canto de los pájaros
La bienamada sombra de las alas
Tutela dulce
A mi dolida resistencia.
Otras voces requiebran sus agujas
en la reminiscencia de la piedra.
Pero el oído escucha
Y el ojo y la piel
Tienen su voz secreta
Su táctil llamarada
Me devuelve el sentido
Y hay un severo manantial
De paredes poderosas
Dentro de mi más hondo manantial
Donde
Todo lo que en el aire vibra
o huele o fulge o agoniza
Me nutre y se filtra y acentúa
IX
Es asi
Que la vida es en su muerte
Una pura substancia
Un sereno ocurrir, naturalmente
Un ritual
De poderes ocultos en su origen
Un circulo elemental
Un curioso bullicio
Un germinar muriendo.
Es asi
Que estoy viva
Y en cada vida
Se me va la muerte.
X
Hubo una vez…
El amor enmudeció
los recintos de la memoria
Él
Era de las tristes partidas
De la última gota
Y fue escanciado en mi vaso
En el cauce verdadero
Su palabra rodaba
Anticipando una mañana sutil.
Yo era el rio
Mi amado
Era el dios joven y el auriga.
Yo era el látigo.
La vibración del aire
Entre los abedules
Hacía mal a sus oídos
Fustigar la mariposa -me dijo una vez-
Va contra las leyes de la estética.
XI
Lo atormentaba
mi cosecha de sueños antiguos
Pero yo fui la savia
Que lo nutrió en su adolescencia.
Ese
El que yo amaba
Cantó el canto de las aves pasajeras
Yo
Edifiqué los aires
para verificar la voz de la zampoña.
LILIÁN HIRIGOYEN
Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,
expresidenta de la Casa de los Escritores del Uruguay