Escritor del MesNoticias

“LA PUERTA DEL SOL”

 Cuento seleccionado por María Flora Yáñez en su Antología del Cuento Chileno Moderno. Editorial del Pacífico S.A., 1958

Despabiló el oído: el ruido del motor implacable. La luz. ¿Dónde? No podía aguardar

más tiempo; el espejo se tornaba ingrato. Iría. A través de la persiana vio ancha y generosa la catarata solar que caía en la acera de enfrente. Largo rato contempló el rectángulo cálido, y algo de su pupila tomó calor. ¡Qué bueno ha de ser el sol! «Es lo único que supera», le habían dicho. Ella recordaba haberlo divisado en su niñez. No tenía, sino que cruzar la calle.

Una chica le tiró de la falda.

-lAbróchame

La mujer se agachó y comenzó a abotonarle el corpiño y los calzones. —¡Aceite!

¡Bencina! ¡El motor! ¡Corrió a alimentarlo!

Junto al maitén, los niños vagos, con sus candorosos diegos de la noche. Ella experimentaba un secreto placer en cobijarse bajo aquellas miradas.

Esos niños conocían en abundancia…

-Dénos un pancito.

Venían todos los días; sólo en una ocasión faltaron: a ella la lastimó. Fue la última vez

que intentó traspasar el umbral.

(Había dejado la casa en orden: la galería limpia; los fastidiosos ternos inmaculados,

tiesos de plancha y vapor; brotadas las plantas; las visitas de pésame cumplidas: el motor

en marcha. No se demoró en terminar su maleta, escogidos, desde años, los objetos que la

acompañarían. Se había descendido con lágrimas y cuando ya estaba en medio de la calle sintió el grito:

-¡Las llaves( ¿En qué sitio pusiste las llaves?

Se detuvo. ¡Qué le importan las llaves a ella!

-¡Las llaves! ¿Para qué te llevas las llaves?

No se le había ocurrido y era lo que se merecía: «Debí meterlas en la maleta, para vengarme. Esclavizantes, odiadas, excursionistas, eternamente escondidas». Volvió atrás. (Y e: aquel momento el perro le ladró en el corazón y se quedó).

Entró a la cocina, innecesariamente: le bastaba tocar un timbre. La reverencia servil del mozo la irritó. No lograba comprender por qué alguien debía inclinarse ante ella.

-Sírvale en fuente la comida a los niños.

De pésimo modo, la cocinera colocó la olla encima de la mesa, unos platos saltados y un montón de cucharas y cuchillos.

Ella la observó con dureza: ¿es que la cocinera ignoraba la procedencia de esos niños? La cocinera cambió los platos y la comida a la fuente.

Entonces ella sonrió y salió al jardín a cortar flores.

 -Vayan a comer -les dijo a los niños.

 -¡Este le trajo una cuestión( -exclamó uno.

 -¿Cierto? -la mujer se acercó y le acarició el cabello. El niño sacó entre sus harapos, un LA PUERTA DEL SOL atigrado caracol.

-Se oye el mar -dijo, aplicándoselo ella a la oreja. A ella se le aclararon los ojos.

***

Salir. Comprar tantas cosas imprescindibles a los demás. Cargada de paquetes.

-¡Te olvidaste de anotar los gastos!

-¡Pero cómo lo sabes! -trató de memorizar.

-Nunca aprenderás lo que cuestan las cosas. ¡Pagas más caro que yo!

Ella aceptó el reproche. No tenía memoria. No quería tenerla.

***

-Llegaremos a la comida como acostumbras si no te apuras.

-Sí, sí, ya estoy. «Combustión. Incesante. Vigilancia voraz. Vivir alerta de que no me sorprendan en una nueva equivocación». Aprovisionó el motor, tensa. Irreparablemente inteligente.

Con pereza se desprendió del vestido. «Mi vestido azul se ha manchado. Siempre se ensucian mis vestidos preferidos. Deberé mandarlo a la tintorería. Es curiosa la mancha: parece un escarabajo mordiéndome el pecho. ¡Qué lástima que mi vestido se halle sucio, con las ganas

que tenía de ponérmelo. Apenas abro mi guardarropa, los veo suspendidos de los ganchos, a la espera de lucirse, se me ocurre que cada uno posee un nombre distinto. Me transformo en

ellos.

«El azul, por ejemplo, es para soñar, para pasear a la sombra de los árboles y enredar verdades. El blanco, como para rodar por las dunas, por el heno, en la noche, cuando acierto

que aprisionará una alegría. Es también para la brisa. Mi vestido amarillo es para llamar la atención, para que admiren mi cuerpo. Es cerrado sobre el pecho y sin mangas y la modista me lo dejó ceñido. Con él me siento capaz de ser perversa. Al gris lo guardo para las adustas

ocasiones, para las entrevistas profundas, para los conciertos y los templos. Adoro mi traje verde, lo tengo muchos años. El verde me ha dado felicidad. Una felicidad independiente de

los hechos. El solo deslizármelo me produce júbilo. El verde es el amor, el saberme dueña de

mi vida.

«Y los anónimos … ¿Cómo llegaron a mi ropero? Me los pongo cuando sé que ningún traje podrá transformarme.

«¡Y los de la mala suerte! Parece que atrajeran las pequeñas desgracias. ¿Y los

aburridos? …

-Me llaman, anhelan mi contacto. A algunos les gusta bailar, correr, mojarse en las lluvias. Son andariegos.

-Mi traje azul está manchado. De todas maneras, me pondré con el escarabajo mordiéndome el pecho».

Emborracharse. Desterrar la conciencia. Dopar la inquietud.

Alargó la copa.

-Otro vaso-. Tragó el contenido. Náuseas. Islotes navegando en ese océano. No era un recurso. La mirada censora, constante, espía. Ensayaría un procedimiento distinto: quizá el

amor.

Buscó la hebra subterránea. Minutos apresurados, mezquinos. ¿Acaso ella tenía derechos? Comprimida. Aquí el motor implacable bombeando en los pulmones, en el tímpano, en el cerebro.

«Quién sabe si…» Amortajó. Plantó lechugas. Sanó pájaros. Varias lunas atisbando el umbral. La muchedumbre salía y entraba.

-¿Es hermoso? -Interrogaba ella.

-¿Qué?

-Allá … afuera.

-Como en todas partes.

-No es verdad. Aquí no hay sol.

-Vamos, cruce.

Cavilaba. ¿Cómo anular el motor? Ser sabia.

***

Desde dentro la asaltó el ruido carpintero. Se levantó de la mesa y sin desgano echó aceite al motor.

Por unos días no habría voces, órdenes, ni acechos. ¡Tentador!

Encontró un aviso (Los dulces consejos. Las encantadoras amenazas). «Si invitas a tu amiga de enfrente, esos niños sufrirán las consecuencias». Que limpien las canaletas de agua.

«No cambien las sábanas. «Anota en la libreta el número de personas que comen en la casa».

Revisaron las canaletas. El lecho permaneció intacto. Ella anotó en cada hoja de la libreta el número cien. Llamó a su amiga y la invitó a alojarse.

-Entra. Qué bueno que hayas venido.

Unos ojos solares, tostada, alegre, serena.

-Cuéntame.. ¿Cómo es allá? ¿Crees que me será fácil quedarme?

-Por supuesto -le pasó las yemas de los dedos por las manos engrifadas- porque no se

odia.

-Con que allá no hay motores que alimentar?

-No; qué ocurrencia. Se hace lo que se quiere. Nada extraordinario. A lo mejor te

aburres. Tienes menos diversiones que acá, pero es suficiente porque se vive.

 -Y ¿se tienden al sol?

-Siempre.

-¿No me podrías traer un poco?

-¡Qué ocurrencia! Tú debes ir. Si se encuentra aquí, al lado, no más.

-Me falta valor. ¿Podré hacer una cosa así? El no …

-Decídete. Aquí está muy obscuro.

La amiga se fue tiritando y parecía aliviada de marcharse. Desde su ventana, jamás trajinada por un rayo de sol, la vio cruzar la calle.

LA PUERTA DEL SOL

Abrió un cajón: retazos. Una corbata de guerra; una mantilla cardada, sedosa, podada a una infancia; la mitad de un billete, escrita. Y un atado de cartas: había una que ella amaba sobre las otras. Años que no la leía. La buscó con desesperación. Deseaba releerla. Pero la carta no apareció.

«El desquite. Tomaría un hacha y con ella descerrajaría los muebles».

La campanilla del citófono:

-Llegué. Te traigo un regalo. Baja.

«En el preciso instante». Descendió. Le castañeteaban los dientes.

Extendió en la mesa un traje de baño.

Se quedó inmóvil. “Así es que no ignora. Acaso me ama. Acaso”.

Penetró a su cuarto. Cogió del velador el atigrado caracol y escuchó el ruido del mar.

Abasteció el motor que agonizaba.

Volvió a su cuarto. El velador, vacío.

-¿Quién me ha quitado mi caracol?

-Yo –la voz, desafiante, desde la pieza vecina- lo tiré a la basura. ¡Qué afán de juntar

mugres!

“Ahora” –pensó ella.

Fue hasta el motor, lo desconectó por vez primera y salió a la calle.

El arco, nítido, enjuagado de oro. Avanzó. Las bocinas porfiaban. Los automóviles

esquivando a la mujer, un camión no se detuvo y la arrolló. “Ahora”, sintió ella. Y,

desangrándose, las piernas quebradas, se arrastró, vigorosamente, hacia el sol.

Comparte esta página