Marta Jara en la zona de sacrificio: Mujeronas y hombrecitos.
En la primera escena del primer cuento una mujer “trata de oír”; en la última del último, una segunda mujer, igual de recia y castigada que la otra, aprieta una blusa entre sus brazos “como si estrechase a un hombre”. Mujer-alfa y hombre-omega. O -para evitar las connotaciones etológicas y asumiendo en cambio el subtexto musical que aquí vaya que cuenta-, mujer-obertura y hombre-coda. Entre medio, 138 páginas que en conjunto podrían desalentar toda expectativa de armonía en este mundo. Alguien, o algo, tendrá que pagar el costo. La salvación de uno, en el peor de los casos, será el infortunio de los demás. Sea por tu género, sea por tu clase, sea por tu edad, sea por el pueblo ominoso en que te tocó vivir. Porque te has puesto decrépito, porque eres chilote, porque estás embarazada y tu cuerpa ya terminó de estropearse en el trajín doméstico ad honorem. No country for old men, pero tampoco para los niños huachos, los garzonas soñadoras y los quiltros hambreados. Lo mismo en Surazo (el libro de donde provienen aquellas escenas) que en El vaquero de dios, obra con la que Marta Jara, justo cuando en Chile se promulgaba el voto femenino, había debutado como cuentista.
El drama de la interseccionalidad afecta desde luego al territorio. Se diría que Jara, para empezar, no sólo escribe sino que también compone sus paisajes y sus series de relatos. Por un lado, mapas acústicos en que los mugidos, los cacareos y el toc toc de los ratones corriendo junto al catre sustituyen a la foto criollista y centralista como modo principal de representación. Y después, libros que alternan motivos misteriosos, temáticas gordas y triviales, llanterío y comedia, a la manera de un compositor empeñado en redimir al minueto o la sonata sin dejar de desestructurarlos un poco. “La mujer trata de oír…”, no lo olvidemos, y lo cierto es que la propia Marta pasaría de estudiar piano en su niñez a descargar las balas de una pistola Colt -desde su departamento de los Edificios Turri- sobre un grupo de gamberros que hacía ruido en la Plaza Baquedano impidiéndole redactar. Tan disonante como eufónica, su versión del campo chileno iría acogiendo los afanes de universalidad y conflictividad que por entonces comienzan a prevalecer, y aunque a veces insista en ese tedioso tipo de escritura fonética en cuyo clímax hasta “San Peiro” y el “Taita Dios” hablan como huasos, no por ello omite las jerarquías que convierten a Melipilla, Recoleta o Chonchi en lugares sexuados y socialmente compartimentados, alejados con mucho del folclor patriotero. En la protofoucaultiana narrativa de Marta, el hijo mangonea a la madre y la madre martiriza a la hija, el patrón fustiga al inquilino y el inquilino no trepida demasiado en estrangular al perro, empujar a la vaquilla por el precipicio y cercenarle la lengua al buey.
Nacida y criada en la capital del Maule, pero reacia a medrar con el localismo y el nacionalismo, al punto en que ni “Chile” ni “Talca” figuran siquiera una vez en su corpus, la autora produce más bien una geografía de los desplazamientos y el arraigo en tanto símbolo. Sus personajes llaman a cada bestia por su nombre, a cada rincón por su topónimo, y conocen cada piedra y cada mata de los fundos donde malviven, aun si es una jornada de hangover post chuicos que en su faceta odorífera debe ser capeada masticando hojas de boldo. Los individuos no se muestran allí como entidades separadas del ambiente, cuestión que recrudece cuando la pérdida de un objeto talismánico o totémico -una cuchilla hechiza, por ejemplo, o un antiguo coigüe a la orilla del río- los empuja a la tristeza de ya no saber quiénes son. El rulo, nos repite Marta, es muy distinto de la cordillera, así como el continente lo es de las islas, y ella -que anduvo sucesivamente de talquina millonaria, de arriero drag king, de corresponsal literaria en el sur, de inmigrante en Nápoles, de taxista en Santiago y de residente en una comuna hippie del Bío Bío- lo supo mejor que cualquiera de los pulmones vírgenes que la ningunearon por no dárselas de Borges o de Joyce.
Con el provincianismo entran también en juego el sexismo, el especismo, el etarismo y, a decir verdad, la sarta casi completa de ismos de retaguardia que hoy por hoy nos desvelan. Si no llegó a transformarse en anciana, pues una peritonitis postoperatoria la fulminaría siendo recién una cincuentona, Marta Jara sí consiguió ficcionalizar con frecuencia acerca de las vicisitudes de la discriminación por edad y la construcción cultural de la vejez. A humanitaria distancia de los discursos contemporáneos que infantilizan o medicalizan a los mayores, amén de volverlos culpables de la “bomba demográfica” que se cierne sobre nuestra juventud hipersufrida, los cuentos de El vaquero y Surazo tienden en efecto a fortalecer el interés por los que envejecen en condiciones inconcebibles para la geriatría estilo Cocoon. En “El yugo”, una frontera tácita, a ratos explicitada con un sonoro “No chochee, abuelo”, bloquea las posibilidades de solidaridad generacional, mientras que en “Ño Juan” es la sospecha de abandono el factor que destruye la autoimagen de un modesto pater familias. Por dentro estos sujetos pueden sentirse todavía vitales, pero lo que proyectan en el paseo o la mesa del domingo no es más que la gigantesca lata de “una película ya dada”.
Condolerse del prójimo en declive no estaría mal de por sí. Marta, sin embargo, introduce situaciones que complican harto el asunto. A Ño Juan y otros veteranos identificados simplemente como “el viejo” o “el ancianito” los vemos participar de una suerte de establishment etario donde no escasean los huérfanos impelidos al trabajo infantil y -patriarcado mediante- las parientes atrapadas por la economía del cuidado. Orfandades y viudeces coexisten de formas imprevistas, como parte de un entorno que de nuevo pone a prueba la intersección de diversos privilegios y desmedros. Quien va añejándose en el campo y la ciudad no parece contentarse, por lo demás, con el mero ejercicio de la nostalgia, y en ese ítem las respuestas dan para catálogo: aceptar que uno cambia tal como el pelo colorado de la vaca “Sortija” durante un lisérgico atardecer en el valle; superponer tiempos, viajar inmóvil, “difariar” como aquel moribundo que se la pasa yendo mentalmente de la cama al bote y a los días felices; legar o atesorar las cuchillas y las artesanías de coigüe aunque el resto las mire a huevo; y, por último, no pescar a los chunchos y los gatos negros, resistirse a la muerte aunque esta comparezca -como en Surazo- con tentáculos y un aliento viscoso a lo Cthulhu.
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Quizás un tic del mundonovismo que aún patalea a la sazón, la narrativa de Jara reincide en una concepción antropomórfica y funesta de la naturaleza. No es inusual que el abuelo sea descrito con cara de lagarto, que las dueñas de casa se odien como “gallos de riña” o que los pobres se encojan ante el capataz -visionariamente acicalado con rudimentos de bling bling- “como pollos que han visto la sombra de un peuco”. La fauna local, ya está dicho, desempeña además un papel de anticipación lúgubre que por la época sigue siendo moneda corriente. Pero sin duda que se advierten otras aristas al respecto. Tanto “Sortija” como el buey “Galantía” y el perro “Camará” quedan insertos en procesos de simbiosis o de crítica eco-consciente al abuso del hábitat. “Rafel”, el pequeño vaquero encomendado de llevar el ganado muerto a las praderas divinas, extrema el nexo cooperativo con su potro “Nochero” hasta la total fusión (“si es como un cristiano, si somos como uno solo”), y Ño Juan se percata de que está haciendo con su vaca lechera lo mismo que con él y su parentela humana han hecho los patrones desde siempre, es decir, arrancarles plusvalía, exprimirlos y carnearlos o venderlos por dos chauchas en cuanto pierden eficiencia.
Del hogar campesino al latifundio hay por supuesto un subsidio a la tasa de ganancia, el que las madres y esposas son conminadas a entregar reproduciendo y arrullando gratis a la fuerza de trabajo. Sumisas por momentos, nada incómodas en su entorno de mate y rescoldo, o alienadas en la fantasía erótico-territorial de ir a emparejarse con un agricultor solvente bajo un techo de alerce, las mujeres de Marta se enfrentan no obstante a masculinidades en diminutivo, venidas a menos, contraídas por los años o la pobreza. Los hombres adultos, aun cuando continúen jugando al macho (“tráigase la botella, mija”), han sido suplantados por matriarcas déspotas y “muchachitos” autoritarios, viejas y niños que se encargan de retransmitir el sistema sexo-género con mano de hierro y sin previa consulta a las hembras jóvenes. Hacer apología de las lágrimas, travestirse oníricamente como una nativa que ensaca cholgas, reconocer lo buena compañera que fue en vida “la Carmela”, abogar por modalidades no belicosas de hombría y escudarse por fin en un “sexismo flexible” -como la geógrafa Doreen Massey le enrostraba a su colega David Harvey- se cuentan entre las estrategias viriles para rehabitar un espacio donde la Carmela y varias más han estado sucumbiendo a las hernias, los partos y otras patologías profesionales.
¿No hay retratos del país con silueta de top model? ¿Montañas curvilíneas a la usanza del criollismo cabaretero? ¿Provincias-boca y regiones-cintura? Por ningún motivo. Los panoramas orográficos, feminoides o no, resultan extraños para Marta, que al describir rehúye lo vasto y destaca en su mayoría rasgos hombrunos, piel gruesa, piernas musculosas, pies curtidos que van dejando huellas anchas. Son, en general, “mujeronas”, forzadas pese a todo a soportar que la mamá o el hijo agrandado les diga qué vestido ponerse, cuál blusa es “honesta”, detrás de qué matorral podrían probarse las gangas de medio uso que les ha traído el mercachifle viajero. Estas profusas escenas de vestuario -con vitrinas y probadores a la intemperie- encarnan perfecto las problemáticas espaciales y sexuales en sus múltiples interrelaciones. A la zona de sacrificio las novedades llegan tarde, y exigiendo una corporeidad que se ha vuelto improcedente. Víctimas del rubor y la coquetería, las mujeronas salen del matorral semejando un “fantoche grotesco”, con las prendas torcidas o a un tris de reventar, listas para el veredicto público, como en esas reseñas de Surazo que se concentraban en la ropa de la autora o la incitaban a actualizar cuanto antes las voces y los temas, al modo de un influencer capitalino -ay Ángel Rama, ay José Donoso, ay Soledad Bianchi-3 cuyo consejo más lúcido fuese pasar del verde-manzana al amarillo-pato esta temporada.
Mario Verdugo, agosto 2019