24 sept. 2021 – Museo de la Memoria
LOM EDICIONES
Permítanme aprovechar esta ocasión y este lugar para dirigir el foco de nuestra mirada a esa región en que tuvo lugar la gestación deste libro de Marco Fajardo, y la de él mismo. Con certeza, es una de las comarcas más extensas, más lejanas y más ignoradas de la chilena cultura y su historia. Me refiero al exilio: un prístino avatar endémico de la llamada especie humana, que nos acompaña desde nuestros meros comienzos. Según la leyenda bíblica, eso ocurre cuando nuestros primerísimos padres fueron condenados al destierro eterno por probar del fruto prohibido.
Debo reconocer con innegable desconcierto que transcurridos casi diez años de mi regreso a este país, aun no termino de explicarme el calculado desinterés con que este Chile actual le ha dado y sigue dándole la espalda a su provincia exiliar, la más extensa, repito, y la más desamparada de todas las que conforman su humana geografía. Que es, por añadidura y en todo sentido, la más variopinta que jamás antes hayamos visto.
Innúmeras son las tentativas de acercamiento al tema del exilio. En las primeras que conocemos, predomina –como es de esperar– de forma natural el ductus épico sobre cualquier otro, sin que él sea ni por asomo el único. Son de data muy antigua las primeras menciones sobre el abandono que aquel hombre, forzado por imperativas circunstancias, debe hacer de su lugar de origen, y sobre el complejo desarrollo posterior que en ese mismo hombre tal alejamiento acarrea consigo. Muy anteriormente al epos del Pentateuco donde se describe la trashumancia del pueblo del Libro, ya se sabía de Sinuhé, el cortesano egipcio condenado al destierro por el faraón de turno. Sus vivencias en las regiones de Retenu en la Palestina, fueron fijadas en ostracones de greda, dos mil años antes de Cristo y constituyen tal vez el primer paradigma del exilio. Si miramos hacia atrás, reconocemos que la suerte de Sinuhé está presente y se repite a todo lo largo, ancho y hondo de la biografía del Hombre. No es una casualidad que en las más diversas antiguas formaciones culturales del Levante y el Poniente el exilio se nos aparezca siempre como una punición extrema, que emulaba en dureza a la pena de muerte, a ser aplicada en contra de los presuntos enemigos de un Dios, de un príncipe o cualquier otra razón del poder. Así lo dictaminaban las leyes babilónicas de Nabuco-donosor II; los ordenamientos imperiales de la dinastía Tang del Imperio del Medio; el nomos ateniense o la lex romana de las doce tablas o los preceptos del Doom Book de Alfredo el Grande, rey de Wessex, y también los novísimos decretos especiales de extrañamiento dictados por gobiernos militares, dictatoriales e igualmente por algunos actualmente “democráticos” (como el chileno) de fines del siglo XX, legalmente vigentes hasta el día de hoy.
Rabbi Löw, el padre del Golem, en la Praga renacentista, cuando se daba en rebatir la afirmación de los teólogos cristianos que veían en la diasporización del pueblo judío la mejor demostración que Dios los había abandonado, definía el exilio como una “desviación del orden natural de las cosas”.
Me excuso aquí por esta breve digresión de almanaque. Nada más lejos de mi intención es pretender aventurarme en la espesura de una teoría cultural de la migración o de una sociología del exilio. Mucho menos me arriesgaría a pronunciar alguna frase de intención doctrinal sobre el tema. Pero este pequeño libro de Marco Fajardo me ha vuelto a mostrar el exilio como una compleja realidad compartida por muchos y al mismo tiempo como una forma intransferible de vida individual, difícil de reducir a leyes generales. Sobre el carácter personal y dual de esta experiencia colectiva, que no es nueva ni única, hablando de otro exilio, diferente y similar en mucho a cada otro exilio, incluido el mío o aquel que nos muestra Fajardo, Theodor Wiesengrund Adorno escribe en su “Minima Moralia”: “Cada intelectual en la emigración, sin excepción, está dañado y hace bien en reconocerlo, si no desea después ser cruelmente castigado por su propio respeto a sí mismo.” No sé si tal generalización pueda aceptarse sin reservas. Sólo recordemos que la forzada última emigración alemana a partir de 1933 estuvo compuesta en una abrumadora mayoría por científicos, escritores, artistas y funcionarios políticos. (Acotemos con malevolencia que algunos de estos últimos, igual que en el caso chileno y otros similares, sólo con una gran dosis de generosidad se los podría incluir en la categoría de intelectuales). Como sea, migración y exilio han estropeado, a veces definitivamente, muchas existencias, del mismo modo que –también hay que decirlo- ha acolchado con fama y fortuna el destino de otros pocos. Con bastante frecuencia la vida en suelo ajeno está sombreada por oscuros sentimientos de desgajadura, pérdida, culpabilidad, miedo, soledad y mutismo. La psicopatología del exiliado es rica en ofertas de todo tipo. Sobre eso rinde informe una amplia escritura testimonial y documental, casi ignorada en este país y a la que pertenece sin duda este libro de Fajardo. Preciso sería agregar que tampoco el exilio escapa a la dialéctica del Eclesiastés. También en las dimensiones de lejanía y alteridad se da un tiempo de nacer y otro de morir, un tiempo de buscar y de perder. El exilio de mi generación y también el de las que siguieron y perviven hasta el día de hoy, tuvo mucho de lagrimón, de risotada, de herida, de mueca, de antifaz, de suicidio, de falsedad, de despelote y mucho aguante. Entre los exiliados de mi generación se dieron convicciones de granito, mentiras para todo uso, condoros al por mayor, carriles desaforados, las más disparatadas cuentas de la lechera, todo eso mezclado también con poesía de amor y de la otra. Pero por sobre todo, con todo lo que fue y no fue, no es exagerado suponer que nuestro exilio ha sido el mejor embajador que Chile ha tenido ante la comunidad civilizada de las naciones más disímiles, como nunca antes en la brevedad de sus doscientos años. Sólo así se entiende que la solidaridad de tantas y tantos y en tantos países con nuestra causa libertaria durante los largos diecisiete años del Capitanato, haya logrado ser una de las expresiones más prolongadas de combativa humanidad compartida del pasado siglo XX. Que esta brega allá afuera no fue gratis, nos recuerdan Carlos Prats, Sofía Cuthbert, Orlando Letelier, Ronnie Moffitt, Bernardo Leighton, Anita Fresno.
Neruda, al referirse a su propia práctica de exilio, comienza un poema de su “Canto General” con una afirmación rotunda: “Yo no sufrí”, dice, comparándose con los que sí sufrieron en el país. Corrobora así una de las tantas diferencias que existieron y existen entre el fatum del que se fue y del que se quedó. Hay varias más. Creo que cualquiera ellas sean, ambas condiciones de vida no se excluyen la una a la otra, pero sí se complementan. Por esto me atrevo a afirmar que el exilio es un aspecto insoslayable de nuestra historia, que debería ser tomado en cuenta si de veras se desea echarle un vistazo en profundidad y en serio a esta para asegurarnos –hasta donde ello sea posible– que ella no vuelva atrás. Por otra parte, no olvido que en la actualidad nacional el exilio chileno está muy lejos de ser un asunto de importancia ni siquiera relativa; como tantos otros que evocan pretéritos capítulos indeseados e indeseables, que muchos –probablemente una mayoría transversal– se empecinan en querer enterrar bajo una capa de tierra, como suelen hacer los gatos con sus excreciones. Quizá, tales esfuerzos de desmemoria colectiva reflejen el Zeitgeist chileno posdictadura, que continúa más atareado que nunca en evitar todo aquello que pueda perturbar la ensordecedora trivialidad con que este país –que yo insisto en llamar el mío– ha deconstruído afanoso su frágil y difusa identidad, o lo que va quedando de ella. Acaso sea ese otro desafío a enfrentar por la novísima Asamblea Constituyente, con resultados aún por verse.
Son cada vez más numerosas las instantáneas en blanco y negro que amarillean en nuestros álbumes mustios, que nos muestran sonrientes en aquellos tiempos prexiliares y con el puñito en alto, junto a girones de un panfleto donde se deletrean aún las palabras “queridos compañeros”, con un clavel rojo aplastado entre las páginas, seco y sin olor. No es ocioso recordar que el exilio fue además, entre muchas otras cosas, el lugar donde se pergeñaron, fundieron y ensamblaron engranajes importantes de la eufónica Concertación de Partidos por la Democracia o la llamada Rebelión Popular de Masas. Creaturas que a poco andar terminaron devorando sin piedad a muchos de quienes las alimentaron con su fe e ilusiones.
No deja de ser una esperpéntica curiosidad escuchar hoy a muchos de los que ayer, allá afuera y aquí adentro, nos describían con pasión inigualada el color de la esperanza y anunciaban la llegada de la alegría, hoy con su adiposidad a cuestas, queman lo que ayer adoraron con la misma intransigente vehemencia con que hoy adoran lo que ayer quemaron. Muchos, quizás demasiados, de nuestros líderes que ayer, desde su altura prometeica, avizoraban para nosotros la tierra prometida de la justicia y equidad de los hombres libres, hoy nos dicen con humor alopécico que el político con visiones debería ir al oculista o consultar un psiquiatra. Nuestros estrategas infalibles que ayer organizaban y capitaneaban el asalto al cielo, y exigían la transformación inmediata de los sueños en realidad, hoy se remiten a la semiótica del convertido invertebrado para demostrarnos que la Utopía es un lugar que no existe más que en la imaginería de un antiguo canciller inglés. No son nuevas estas conversiones de Saulus en Paulus. Ya en 1750 el suizo Jean Jacques Rousseau advertía en su “Discurso sobre las ciencias y las artes” que, tal como ahora, “los antiguos políticos hablaban de costumbres y de virtud; ahora los nuestros sólo hablan de comercio y de dinero”.
Resulta curioso escuchar en boca de muchos la mutación del flamígero verbo de ayer en la prédica del abracadabra de hoy que ofrece transformarlo todo a condición de que no se cambie nada. Tancredi dixit! Pero reconozcamos al menos que estos giros y volteretas son parte constitutiva de la lección, para no olvidar, que nos enseña que muy a menudo las revoluciones (también las llamadas democráticas) son planeadas por utopistas, realizadas por héroes y aprovechadas por sinvergüenzas. Estas acrobacias no son una exclusividad nacional y sus acróbatas distan mucho de ser originales: son apenas epígonos deslucidos de actores que en otras historias hicieron lo mismo en otros lugares.
Así es como tuvieron que pasar más de cuarenta años, más de la mitad de ellos de supuesta democracia para que, hace pocos días, un canal de televisión abierta se decidiera a mostrar La Batalla de Chile, de Patricio Guzmán, un documental de naturaleza única en la cinematografía mundial. La reacción de los conocidos y desconocidos de siempre fue la de siempre.
Menester es apuntar que estas acotaciones y divagaciones mías, no son más que las fugaces referencias muy personales de una larga práctica de exilio, en cuanto hechor y consumidor de literatura. Por tanto son muy sesgadas y parciales. En el ejercicio de ambas funciones termina entreverándose de una u otra manera pero siempre insoslayable, el tiempo cultural del país de origen y el del asilo. En ocasiones parecidas a esta de hoy, he repetido esa simpleza que dice que no existen literaturas inmunes a su tiempo ni a su lugar de nacencia. En algún momento, allá afuera, descubrimos que por entre el velo gris de esos sentimientos desgajados, no sólo podemos ver con más nitidez nuestro lugar de origen, sino vislumbrar otros insospechados horizontes, en nosotros y en la distancia. Cuando eso ocurre, se abren a nuestra literatura posibilidades inesperadas. Tal experiencia conforma el momento germinal de lo que podría llamarse una poética de la lejanía y la otredad. Lejanía y otredad que fundida con lo propio deviene en una fuente de la que se han nutrido y nacido no pocas obras esenciales de las letras mundiales. Desta manera no creo que existan las literaturas, y por ende tampoco las llamadas culturas nacionales, que hayan permanecido impermeables a la influencia de lo exiliar. En todas ellas se percibe su aliento, que no pocas veces es determinante en su gestación y desarrollo.
Esa lejanía que mencioné al comienzo y que en tiempos diferidos comparto con Marco Fajardo tiene un nombre común: se llama Alemania. La mía fue algo más prolongada que la suya. Duró (con seguridad dura todavía) algo más más de treinta y cinco años. En otros textos autorreferentes sobre el mismo tema, yo he dado cuenta del raro privilegio que me concedió mi tiempo, al permitirme iniciar mi exilio en un pequeño país alemán que ya no existe y continuarlo después ‒sin moverme un milímetro del lugar en que estaba parado‒ en otro país igualmente alemán, pero más grande y en mucho diferente. Como si una vez no fuese suficiente, mi exilio ha sido pues, dos, y hasta tres veces alemán. Algunos espíritus demasiado sensibles, tanto en Chile como en Alemania, han llegado a presumir que esta carambola tan rebuscada de la política internacional me ha arrojado de un exilio a otro. Es una presunción equivocada. No es improbable que un par de millones de alemanes de la fenecida República Democrática Alemana se sientan exiliados en la Alemania actual, pero sería erróneo incluirme entre ellos. Yo fui y me sigo sintiendo lo que soy, un exiliado chileno, incluso ahora aquí en Chile. Con ese título de viaje me basta y me sobra.
Se sobreentiende que mi larga relación con el alemán y los alemanes ha influido, en profundidad en mi literatura. Le debo a las letras, a la lengua y a las artes alemanas una parte sustancial e irrenunciable de mí mismo. Tengo allí amigos que me han dado mucho más de lo que yo puedo agradecer. Al mismo tiempo, indagar y convivir con la historia alemana de la primera mitad del siglo XX, ha sido una excursión atroz en las oscuridades de lo sub-humano, que yo he percibido (en el sentido de Schiller) como una advertencia ética extrema, una que en mi quehacer, intento transmitir con insistencia majadera. No lo hago por morbidez senil, sino porque reconozco temeroso que hay muchos aún –aquí, allá y acullá – que afirman con intención aleve o ingenuidad borrega que “es necesario dar vuelta la página de una vez por todas, y que no se puede vivir mirando el pasado”.
No conozco las estadísticas exactas de la creación literaria chilena en ese tiempo del que hablamos llamado exilio. Tampoco las de creación musical, plástica, teatral de chilenos exiliados en ese largo tiempo. De igual modo desconozco la cantidad de trabajos realizados por otros exiliados en otras disciplinas culturales o científicas. Pero basta echar una mirada fugaz en los archivos y catálogos digitales de universidades y bibliotecas principales de Europa y Noramérica para saber que esta producción ha sido y es motivo de estudioso interés de la academia de muchos países, entre los que no se cuenta el nuestro.
Como se sabe, el libro que no se publica no existe. Este axioma determina que la mayoría de esos autores de exilio de nombre chico, entre los que me incluyo, materialmente casi no existen en este país. Apenas son fantasmas que rondan por ahí al margen del reducido mundo de la literatura chilena actual, que en el mejor de los casos sólo se limita a intuir su presencia. A esto se agrega el evidente desinterés general chileno por la lectura de libros: un síndrome que crece y se extiende metastásico por todo el cuerpo de nuestra posmodernidad, y que vuelve a plantear la pregunta por el incierto destino chileno de su palabra escrita.
Así las cosas, hasta llega a ser comprensible que el muy diminuto “mercado del libro” chileno haya mostrado hasta ahora poco interés por la literatura llamada exiliar. Todo esto nos obliga a saludar la publicación deste libro de Marco Fajardo, que nos abre otra pequeña ventana por donde nos podemos ver a nosotros mismos en medio de un extraño paisaje de nuestra breve historia, aún por explorar.
Omar Saavedra Santis